Y mientras él seguía enfrascado en sus tristezas, en sus bloqueos y en sus miserias de pacotilla, llegó una llamada que hizo tambalearse todo su mundo, pero tambalearse de verdad; una llamada que le demostró lo que era quedarse sin aire de verdad; una llamada en la que, por un segundo, sintió que la había perdido de verdad; y la perspectiva de no verla nunca más, de no volver a escuchar Su voz, de no poder achicharrarse en Sus ojos otra vez le heló la sangre, le robó el oxígeno y le hizo sentir un miedo atroz, miedo de verdad.
Por eso decidió esperar prudentemente al día siguiente para saltarse todas las normas y llamarla o escribirle, para que Ella pudiera escuchar de sus labios, por más que lo supiera de sobra, que podía seguir contando con él como y cuando quisiera, que él volvería a salir corriendo al rescate las veces que fueran necesarias. Porque después de un susto gordo todo el mundo necesitaba sentirse acompañado y arropado, consolado y protegido, cuidado y querido. Y quizás otra cosa no, pero él, entonces y siempre, la había querido de verdad.
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Ya había pasado otras veces por lo mismo, ya se había sentido así con anterioridad: la pesadumbre, la decepción, la rabia, el desamor; la certeza de que solo había cenizas, de que aquella historia solo existía en su imaginación, de que el cuento había acabado; la resignación de obligarse a mirar para otro lado y vivir una vida sin Ella, de admitir que Ella no le amaba.
La diferencia entre todas aquellas veces y ésta, es que ahora era triste y realmente de verdad.