No era el hecho de volverse solo a casa, que también. Era el hecho de retorcer las cosas por agradar a los demás, de revolver Roma con Santiago con tal de prepararlo todo, de entregarse a tope con personas que, pese a todas las pistas e indicios, al final tenían otros intereses.
Era la historia de su vida. Daba igual que fuera Ella que cualquier otra, el resultado siempre era el mismo: entregar el corazón sin pensarlo siquiera, para acabar tropezando siempre con la misma piedra.
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Tropezar
Se arrepintió de haber bajado casi antes casi de saludar. Había sido una semana difícil en todos los sentidos, el «puente» había comenzado aún peor y había vuelto el insomnio, y verla a Ella en aquellas circunstancias quizá no fuese la mejor idea. A medida que caían las cervezas se fue dando cuenta de que su primera impresión había sido la correcta, porque cada vez que Ella proclamaba que habría sido un «día perfecto para el mendingueo» y él se veía obligado a guardar silencio, su ceño se iba frunciendo un poco más. Pero Ella misma había dicho horas antes que solo iban a ser unas cervezas, y que los planes que tenía para la noche no incluían a nadie más, aparte de que a él le estuviera esperando su propio melodrama en casa.
Así que se volvió, con una sonrisa tan forzada que casi le dolía y uno de aquellos ceños que tardaría horas en desfruncir, y la sensación de que, mirara a donde mirara, siempre estaban las mismas piedras con las que volver a tropezar.