Al día siguiente comería con Ella, en aquella cita propuesta con tanta antelación que extrañaba. No iban a estar solos, pero tendrían sus momentos en una velada que, en Sus propias palabras, era «para ellos». Y él no sabía qué se iba a encontrar.
Por una parte, lo deseaba con todas sus fuerzas: estar cerca de Ella, inundarse de su perfume, rozar su piel en algún afortunado momento, disfrutar de su risa, dejarse atrapar en Sus ojos de fuego cada vez que Ella lo deseara.
Pero por otra, lo temía: cada vez era más evidente que aquellos momentos que tanto ansiaba eran sólo reflejos del pasado, bengalas que Ella encendía cuando necesitaba aflojar el corsé de «lo correcto», cuando las defensas bajaban y se dejaba llevar al lado oscuro. Pero aquellas bengalas se apagaban para Ella como en una tarta de cumpleaños, mientras que él permanecía cegado por su brillo durante meses, y aquello le dolía y le atormentaba.
Y si había algo que tenía claro, y más después de todo lo que había vivido en los últimos meses, era que él es lo estaba para mucho tormento.