Lo cierto era que no sabía qué escribir, porque no sabía ni cómo se sentía: que justo cuando más defraudado se sentía por Su silencio absoluto apareciera Ella para insistirle en que asistiera a una cena del antiguo grupo, había sido francamente inesperado en un primer momento, y muy frustrante después porque le era realmente imposible asistir.
Pero lo verdaderamente sorprendente fue lo rápido que había vuelto a las viejas costumbres, aquellas de culparse y flagelarse por no ir corriendo a Su encuentro; las costumbres de retorcer su vida y hacer planes locos que luego nunca se cumplían y le dejaban deshecho; las de pasarse las horas dilucidando si Ella sentía tal o cual, si tenía que escribirle o no, si añadía más canciones a la lista «olvidada»; las de si tiraba por el retrete todas las conversaciones imaginarias que había tenido con Ella en aquellas semanas en las que le avisaba de que estaba a punto de perderle del todo; las costumbres de imaginar que abría la puerta y estaba Ella, que se arrancaban la ropa como si les quemara, que se miraban a los ojos tumbados en la cama después de fundirse en uno solo; las de si volvía a su Refugio a plasmar por escrito el huracán de sentimientos que bombardeaban su cabeza y su corazón a cada instante.
¿Y qué iba a hacer ahora? Porque después de semanas de echar paladas de tierra para apagar la ultima chispa de esperanza que le quedaba, habían bastado un par de mensajes de Ella para que la llama comenzase de nuevo a arder.