Habían llegado las vacaciones de verano. Había pasado el último gran evento que tenía en común con Ella, con algún momento de intimidad pero poco más. Y se daba cuenta de que no tenía ni idea de los planes que tenía Ella, ni de cuándo dispondría de días libres, ni de si tendrían ocasión de verse o disfrutar algún rato juntos. Porque habían hecho planes meses atrás, pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Ella mantenía una «distancia cordial» con algún momento de complicidad, y él ya no se atrevía a escribirle como antes.
Sin poder dormir por el calor, se levantó y salió a su balcón a buscar el fresco nocturno y contemplar la tranquilidad de la ciudad dormida, aunque sin bourbon ni música esta vez. Y mientras paseaba la mirada por entre los tejados y las estrellas, se estremeció pensando en que podían pasar semanas no ya sin verla, sino incluso sin tener noticias de Ella. Él, que aún soñaba con encuentros a solas, con puestas de sol en una piscina y con botellas de tequila, se sintió sobrecogido de repente.
Si podía servir como presagio, las luces navideñas de su vecino, aquellas que al lucir durante todo el año él había acabado asociando al amor inalterable entre ellos, estaban apagadas.