Aquella vez, y confiando de nuevo en sus anclajes, había decidido agarrar el toro por los cuernos: apenas un minuto después de haber subido una nueva entrada a su Refugio, tomó el móvil para escribirle a Ella. Sin pensarlo apenas para no arrepentirse, le preguntó directamente que quería de él, si palabras o silencio. Y tal y como se temía, Ella escogió Silencio.
El siguiente par de horas las pasó totalmente devastado, preguntándose cómo demonios iba a devolver la marea de sentimientos desatados al oscuro baúl que Ella había vuelto a abrir. Pero cuando se fue serenando, se puso a repasar todas las cosas que ya no iba a poder decirle, por la propia estabilidad de Ella y por la promesa que le había hecho. Cosas como que no dudaría en salir corriendo a su encuentro cada vez que Ella le llamase; que Sus besos habían sido el único momento realmente feliz desde aquella lejana tarde en Su campo, años atrás; que no sentía ni el más mínimo remordimiento, y que volvería a besarla mil veces más si Ella lo deseara; que la amaba más que a su propia vida; que estaría dispuesto, esta vez sí, a dejarlo todo por Ella si se lo pidiera; y que, pese a todo, pese a que se iba a morir en vida de nuevo, volvía a renunciar a Ella y guardaría todo el silencio y la distancia que Ella necesitara.
Pero también tuvo muy clara otra cosa: que algún día, cuando Ella se hubiera recobrado, tendría que escuchar de su propia voz todas aquellas cosas que en aquel momento no iba a poder decirle. Porque si algo había sacado en limpio de todo aquel embrollo era que algo en Ella le hacía volver a él una y otra vez, que era una carretera de doble sentido. Y que si él se sacrificaba una y otra vez por Ella y Sus decisiones, Ella tendría que escucharle, una vez al menos. Sin ninguna pretensión ni ánimo de conquista, aunque Ella no le correspondiera, aunque sólo lo hiciera por amistad y gratitud. Porque las palabras son sanadoras cuando se dicen desde el corazón, y él necesitaba sanar su alma tanto o más que Ella.