Después de aquella maravillosa tarde, de haber vuelto a soñar con los ojos abiertos, el torbellino de palabras en su cabeza fue tan grande que, de haberlas plasmado, habría tenido material para semanas. Y, sin embargo, no lo hizo.
Todas las alarmas de recaída se habían disparado, sus ilusiones más ingenuas se habían inflado de repente, el «mono de Ella» le volvía a devorar por dentro. Y, salvo que Ella le diera alguna otra pista (como aquellas canciones caídas del cielo), la poca lógica que le quedaba no paraba de señalar que las vacas flacas aún no habían terminado.
Porque, por más que lo deseara, intuía que si se dejaba caer rendido a Sus pies de nuevo, no volvería a ser capaz de levantarse.