Ella le preguntó si seguía con la idea de marcharse y empezar de cero en otra ciudad, y él no supo qué contestar: porque Ella estaba allí, a su lado, y no parecía existir nada ni nadie más en el mundo, resplandeciendo como una estatua de oro puro, apoyándole con firmeza en su discusión con un camarero gilipollas, buscando sus ojos con insistencia, electrizando su piel con cada leve roce; pero también estaba aquel silencio incómodo que significaba «te echo de menos pero no puede ser», estaba el tener que guardar las distancias y las apariencias, la decepción de verla obligada a marcharse antes de tiempo cuando Ella quería quedarse, la sensación de estar perdiendo el tiempo al intentar conectar con cualquier otra, el vacío tremendo de volver a casa sin saber cuánto tiempo iba a pasar sin verla o sin saber nada de Ella.
Así que, aún tumbado en la cama en la mañana de otro domingo abrumador, pensó que debería haberle respondido que sí, que se iba a marchar, porque ya no podía soportar más estar sin Ella. Pero mientras empezaba a sonar en sus auriculares la canción de comerse arrancándose a besos las edades y terminar aquel puto domingo follando como animales, asumió lo que ambos ya sabían: que mandaría todos sus planes al infierno en cuanto Ella le dijera «quédate».
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Portales
De nuevo domingo, odiaba los domingos. Aún no se había perdonado que el domingo anterior «podía haber sido El Domingo», y no lo fue. Y aquel domingo Ella estaba a setecientos kilómetros de distancia, y el tenía las palabras encerradas bajo siete candados.
Pero de repente sonaba Portales, él sonreía como un payaso triste, y odiaba aún más los domingos.