No podía haber salido peor. Después de un día de sacar fuerzas de flaqueza, de luchar para mantener ls cabeza en su sitio a toda costa, e incluso de ingeniárselas para pasar la tarde enfrente del restaurante donde Ella le había contado que iba a cenar, por si al final accedía a «aparecer» un rato antes para la cerveza que él le había propuesto, a media tarde llegó el mensaje que hacía saltar todo por los aires.
De una manera que a él le pareció demasiado fría y demasiado escueta, cancelaba aquella última visita a su casa en la que Ella iba a romper definitivamente con él, argumentando que necesitaba Su tiempo y Su espacio, y que si se encontraban no sería capaz de romper y todo se revolvería dentro de Ella otra vez. No era que él no lo esperase, que por eso ya había estado sin dormir la noche anterior. Era la manera, rompiendo con dos mensajes, haciendo justo lo único que él le había implorado que no hiciera desde que empezaron aquella aventura: cortar por lo sano y echar a correr sin mirar atrás.
Cuando consiguió cerrar la boca y salir de la parálisis, evidente incluso para las personas que le acompañaban, decidió que le iba a mandar un audio, aún con el consiguiente riesgo, porque no sería capaz de escribir. Nunca le había hablado con el corazón tan en la mano como aquella vez, y aunque procuró contener tanto el tono como las palabras, no se guardó nada a sabiendas de que a Ella no le iba a gustar. Pero si de verdad todo iba a terminar así, tenía que decirlo todo, que Ella valorase el resultado de sus decisiones sobre él, aunque fueran bienintencionadas.
Obviamente, a Ella no le gustó. Le contestó con un cortante «creo que te equivocas conmigo«, que ya le dejó a él al borde de la desesperación. Tras un amago de respuesta, él optó por dejar pasar un rato para serenarse y jugar su última baza. Volvió a escribirle, haciéndole ver que la entendía y respetaba sus motivos, pero que solo mirándola a los ojos sería capaz de asumirlo y encontrar la manera de sobrellevarlo. Pero, más importante aún, él también necesitaba decirle cosas a Ella, necesitaba despedirse a su manera, o no lograría encontrar ni paz ni consuelo ahora que la perdía otra vez. Por eso le suplicó, algo que nunca antes había hecho en toda su vida, que acudiera a la cita y le permitiese acabar de una manera digna. Finalizó el mensaje con un desesperado «por favor», el más lastimero que había pronunciado jamás. Ya no obtuvo respuesta.
Horas después, sumido por completo en su segunda «noche en negro» consecutiva, temblaba de pensar en qué decidiría Ella, en especial porque iba a emplear todo el domingo en una ruta senderista con la peor compañía posible y que le condenaba a él al silencio absoluto, la ruta que deberían haber hecho juntos aunque fuera guardando las apariencias, la ocasión de pasar el domingo más cercano a lo que decía la canción maravillosa que Ella le envió al principio de todo.
Sí, temblaba sólo de pensarlo, porque si al final Ella decidía negarle la última conversación a solas el lunes siguiente, si le dejaba mudo y maniatado, si le dejaba con el corazón pateado y sin esa pizca de dignidad que tanto iba a necesitar, se derrumbaría con tanta fuerza que nada ni nadie sería capaz de hacerle levantarse de nuevo. Nada ni nadie, salvo Ella.