Peores

No podía creerlo, no daba crédito. Aquello había superado todos los límites, aquello le había herido de verdad: él había salido a cenar con los amigos de siempre, Ella no fue por compromiso familiar. Pero él, conociéndola como la conocía, sospechaba que en algún momento Ella haría el intento de reunirse con los que quedaran para estirar la noche cuanto pudiera. Y, efectivamente, así sucedió.

Ella escribió en el chat cuando el grupo estaba a punto de marcharse, y él se apresuró a contestar que se apuntaba. Como todos los demás se retiraban, volvió a escribirle en el antiguo grupo que sólo compartían las  dos parejas, pero tampoco obtuvo respuesta. Demoró el camino a casa tanto como pudo, y recurrió a escribirle a Ella directamente como último recurso, haciendo como una cuenta atrás para enviarle más mensajes y darle tiempo para leerlos y contestar. Nada. Así que, después de unos minutos sentado en un banco, y suponiendo que todo había sido una falsa alarma, terminó su cuenta atrás, se despidió cortésmente con el emoticono del beso y emprendió el camino de vuelta a casa. Pero, para su sorpresa, ahí sí recibió Su respuesta al momento, el mismo emoticono y ni una sola palabra más.

Fue devastador. Por un momento, trató de buscar explicaciones y atenuantes, como siempre hacía con Ella; pero la realidad, cruda y pelada, era que Ella había buscado compañía aquella noche, y al ser de él la única oferta que había recibido, no se había molestado en contestar. Ni siquiera con una mentira piadosa que no hiriera sus sentimientos. Quizá fue un malentendido, quizá lo hizo sin querer, quizá se despistó por el alcohol, o quizá simplemente porque por egoísmo, o por comodidad, o porque ya había pasado página del todo no le apetecía verle, en el fondo daba igual: él no se merecía aquel trato, aquel desprecio, aunque solo fuera por décadas de amistad y de devoción pasadas.

Así que casi corrió a casa, salió a su balcón y, por primera vez, sacó la botella de bourbon entera y la bolsa de hielo, dispuesto a consumirse de furia y a llorar de pena durante horas, mientras contemplaba en su mano el cabo cortado del famoso hilo rojo que siempre sintió que le conectaba indefectiblemente con Ella, y sentía que ya no podía soportar más, ni siquiera por Ella. Aquello fue demasiado, se sintió más insignificante y más prescindible que nunca antes.

Como siempre, a lo largo de toda su maldita vida, los grandes cambios no llegaban por las malas, sino por las peores.