Asco de palabras

Todo se enfriaba. Eran tiempos convulsos para los dos, Ella con aquel vodevil laboral que no terminaba de resolverse ni para bien ni para mal, y él con la lenta recuperación de su operación que había paralizado toda su actividad física y que le mantenía encerrado en casa. Dos situaciones muy diferentes, pero ante las que ambos habían reaccionado igual: encerrándose en sus propios caparazones.

Él casi no se pasaba nunca ya por su Refugio, porque gastaba tantas horas al día pensando en soledad que al final no tenía necesidad de escribirlo. Ni siquiera al llegar el fin de semana, cuando la combinación balcón+música+bourbon había sucumbido ante un maratón de serie chorra en el sofá, y sabiendo que Ella tenía planes interesantes y variados lejos de él que les impedirían verse. Pensó que tendrían sus momentos, que Ella se arrancaría en algún momento por el chat, pero no. Tampoco.

Así volvía a tener la sensación de que todo se estaba enfriando. Ya había pasado con anterioridad y se habían recuperado, la pasión entre ellos era tan inflamable que una simple chispa volvía a encenderlo todo. Pero, a diferencia de las otras veces, la palabra que dominaba todo en aquella ocasión era apatía: la misma apatía que le ataba durante horas al sofá frente a la tele en vez de sacarle al balcón , la misma apatía que le mantenía días enteros metido en casa en vez empujarle a la calle, la misma apatía que, tras pensar en Ella durante horas, le alejaba las manos del móvil en vez de ayudarle a escribir en su Refugio o enviarle a Ella un meme ingenioso.

Apatía. Enfriarse. Vaya asco de palabras.

Tres palabras

Habla sido una quedada accidental, tan accidental que Ella ni siquiera había contado con él. Pero una carambola y muchas agallas por parte de él les colocaron en un sábado de tardeo como los de los viejos tiempos.

Apenas cruzaron unas pocas palabras en toda la tarde, pero se notaba en el ambiente, él podía sentirlo como tantas otras veces antes: la vieja chispa, la vieja magia seguía allí, y sus miradas, furtivas al principio y directas después, lo confirmaban por completo.

Llegó el momento de irse, y Ella le preguntó abierta y directamente por sus planes, aunque ya sabía la respuesta, igual que él sabía que Ella también quería quedarse. Por un momento fantaseó con con la posibilidad de que se quedaran solos, y cuando Ella se colgó de su brazo se preparó para cualquier cosa que pudiera pasar. Ya no se iba a cortar, no iba a guardarse ningún tema de conversación, no iba a activar ningún freno. Tanto si Ella quería realmente pasar tiempo con él como si pretendía utilizarlo para arañar minutos y alcoholes al sábado, le iba a encontrar allí dispuesto a todo.

Pero la alineación de los planetas falló en el último instante, y Ella se vio obligada a volver a casa. Se despidieron con un largo abrazo y dos intensos besos, con la sensación de que les habían robado el partido una vez más. Y fue aquella vieja frustración de todos los sábados la que le empujó a escribirle para pedirle que se escapara y se volviera con él. Ambos sabían que era imposible, tal y como Ella le respondió, y con muy buenos y cordiales deseos ahí quedó la conversación. Pero para él, en cierto sentido, había sido liberador.

Aquellas tres simples palabras, «escápate y vente», con las que él había roto su promesa de no buscarla, habían significado mucho más que tres palabras: que, pese al silencio, él continuaba estando allí; que él sabía que Ella también le añoraba; que si Ella le buscaba, seguro que le iba a encontrar; pero también que, si él se había atrevido a romper su promesa, era porque ya no temía a nada ni a nadie, y nada le iba a frenar. Si Ella le buscaba le iba a encontrar, libre y valiente, dispuesto a todo. Porque ya habían sufrido demasiado, se merecían una pizca de disfrutar. Como aquella tarde del «anda, ven«, pero sin frenar.