Desde la primera noche que salió al balcón de su nueva vida, allá por el mes de marzo, había reparado en las luces navideñas que permanecían encendidas en una terraza cercana. Se identificó rápidamente con aquellas luces, que aún olvidadas e ignoradas, seguían luciendo meses después de cumplida su función. De hecho, el verlas encendidas cada noche, semana tras semana, estación tras estación, le reconfortaba y le devolvía un poquito del oxígeno que la sucesión de dificultades, sinsabores y problemas se empeñaba en robarle a lo largo de aquellos meses. Si las luces navideñas continuaban luciendo, él tenía que seguir confiando.
Pero aquella noche, justo aquella noche en que a pesar de sus esfuerzos y sus desvelos terminó sintiéndose la mierda más insignificante e ingenua del mundo, al dirigir su mirada hacia la terraza de las luces navideñas solo pudo encontrar oscuridad.