Nunca se había atrevido a contárselo a nadie, pero la razón primordial por la que él empezó a ir al gimnasio fue, simplemente, porque Ella se la había pedido. Luego terminó cogiéndole el gusto, es cierto, pero la razón primordial seguía siendo la misma: verla a Ella, estar con Ella, ir y venir con Ella, hablar con Ella. Allí no tenía que guardar distancias ni disimular, allí no se saltaba ninguna regla, allí no luchaba contra ninguna conciencia, porque aquello era su premio de consolación.
Pero ahora, en un nuevo gimnasio en el que Ella nunca jamás iba a poner un pie, todo era diferente: duros comienzos, pero también nuevas oportunidades. Quién sabía si aquella amarga desazón de saber que nunca la vería entrar por la puerta no se calmaría con el descubrimiento de otros ojos posándose en él disimuladamente, esperando a encontrarse con los suyos…
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Así era Ella: capaz de no dar señales de vida durante días, de ser claro ejemplo de frialdad glacial cuando las daba, y de hacer saltar su mundo y sus defensas por los aires con una simple mirada en el último minuto.
Por eso no era capaz de desligarse de ella; por eso nunca sería capaz de dejar de amarla.