Odiaba cada puta nueva serie, cada puta nueva película, cada puta nueva canción. Porque, con cada nuevo confinamiento forzoso, él se veía obligado a distraerse para no pensar, para convencerse de que no había ninguna mano negra impidiéndole cambiar de rumbo de una vez, para dejar de desvariar con cuánto le aplastaba aquel maldito silencio.
Pero no lo lograba. Daba igual cuánto lo intentase, todo era siempre la «misma casualidad», la misma historia, el mismo hilo rojo. Y la lista de recomendaciones para Ella, igual que la de los vinos molones, no dejaba de crecer, por si se veía algún día liberado de aquella mierda de promesa que le había hecho casi en contra de su voluntad.
Porque, si ya de por sí parecía que Ella estaba en todas partes, las horas encerrado entre cuarto paredes estrechaba todos los caminos hasta reducirlos a uno solo: la senda que llevaba al beso que Ella le regaló semanas atrás. El beso más dulce y más amargo de toda su vida, que cada puta nueva serie, cada puta nueva película, cada puta nueva canción, le obligaban a rememorar sin piedad.
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Nueva normalidad
Aunque él continuaba enfrascado en su guerra particular para seguir respirando cada día, cuando se enteró de que Ella estaba atravesando problemas de salud volvió a sentir la vieja necesidad de correr a su encuentro, de ofrecerle su ayuda, su apoyo, su todo-lo-que-Ella-pudiese-necesitar. Como si Ella necesitase su protección, o su ayuda, o algo que viniera de él y no tuviera ya.
Así que al final le escribió porque no podía no hacerlo, se lo imponía su educación y su honestidad y lo que durante décadas había sentido por Ella. Pero, aunque sincero, se limitó a un mensaje formal, sin sentimentalismos ni ofrecimientos, sin brillantes armaduras, porque Ella ni lo deseaba ni probablemente lo esperara.
También en aquello había que adaptarse a la nueva normalidad.