Cuarenta minutos. Justo cuando más falta le hacía a él, Ella le sorprendió con una llamada para un tema trivial, que desembocó en temas más serios. De hecho, él le anticipó la decisión más grande que había tomado jamás, y que probablemente resquebrajaría su vida por completo. Luego se arrepintió, pero estaba tan necesitado de desahogarse que no lo pudo evitar, y menos tratándose de Ella. Y, aunque sonó a fantasmada, le contó aquel último sueño en el que Ella se había colado. Y se imaginó entrenando con Ella otra vez, sujetando el saco en el que Ella descargaba su ira, su frustración, su pena y todo lo demás que nunca le contaba.
Porque, al final, y por mucho que él se esforzarse en evitarlo, todo acababa redundando en Ella. A pesar de que fuera una mujer complicada, de que no le amase, de que nunca fueran a estar juntos. De una forma u otra, siempre era Ella. Y aquel día, justo cuando él más lo necesitaba, Ella le había regalado cuarenta minutos.