En cuanto llegó la primera noche de verano sin calor abrasador, agarró la botella de bourbon, un cuenco con hielo y sus auriculares y se dispuso a aislarse por un rato de todo en la terraza.
Pensó en Ella, en cuánto tiempo hacía que no la veía; pensó en que no tenía ni idea de cuándo volvería a verla; pensó en que Ella no se encontraba bien, y él no le había ofrecido su ayuda; pensó en que le seguía costando la misma vida convencerse de que todo había cambiado; pensó en que, en lo más profundo de su ser, aún conservaba la remota esperanza de que Ella volviera a escribirle aquellas dos simples palabras, «anda, ven»; pensó en cuánto odiaba que, aunque tuviera mil razones para salir corriendo, solo necesitara una buena para quedarse a Su lado, como decía la canción; pensó en que daría una mano por otra de aquellas noches de cenas, de copas, de miradas y de risas en el taxi que solo disfrutaban ellos dos; pensó en que la conversación, posiblemente la última, que mantuvieron por teléfono semanas antes no se pareció en nada a lo que debería haber sido; pensó en que la echaba de menos.
Pero cuando la botella de bourbon se terminó, pensó en que, por más ganas de quedarse en la terraza que tuviera, no le quedaba más remedio que irse a la cama: daba igual cuánto estrujara la botella, nada más iba a salir de ella. Qué acertada metáfora.