Ella le escribió por sorpresa, y emplearon un buen rato en intercambiar mensajes como dos buenos amigos. Cuando el cruce de mensajes parecía llegar su fin, Ella le propuso una llamada, a la que él contestó encantado, y estuvieron otro buen rato de charla amigable, pero evitando cualquier referencia a su recién terminada historia. Para él aquello suponía un esfuerzo titánico, porque su cabeza seguía llena de canciones, de declaraciones, de recuerdos y de anhelos, pero tenía que mantenerse firme en su propósito y concederle el espacio que Ella le había pedido, y más ahora que Ella le confesaba sentirse de nuevo insegura por los cambios que Se Le venían encima. A lo más que se atrevió fue a proclamarse a sí mismo como «Su espacio seguro», porque lo de «persona vitamina» se le hacía un poco cursi. Al final, se despidieron cordialmente y colgaron.
Aún con el móvil en la mano, él se dio cuenta de que era miércoles, de que habían compartido casi una hora entre unas cosas y otras, y de que a Ella aún le quedaba otra hora hasta entrar en Su siguiente actividad. Media tarde que podían haber pasado juntos, media tarde por la que él habría dado una mano, media tarde que Ella, a juzgar por sus mensajes y llamadas, también añoraba a pesar de la cordialidad. Media tarde.
Estuvo a punto de volver a escribirle justo antes de que Ella volviera a casa con la excusa de contarle el descubrimiento de las sesiones remotas de música sincronizada, pero al final decidió no hacerlo. Era mejor dosificar, no forzar más situaciones, porque aún tenía la esperanza de que Ella se sintiera igual que él, y que antes o después se le hiciera imposible renunciar a pasar media tarde con él. Media tarde.
Qué coño media tarde, él se habría conformado con media hora. Como al principio, media hora libres, media hora amándose, media hora de felicidad.
Media hora.