Aunque le había arrancado la promesa de una última visita a su casa, aquella noche hizo el camino de vuelta sintiendo cómo el cielo empezaba a desmoronarse sobre él. Como ponerse los auriculares y escuchar las canciones de aquella lista que habían ido construyendo juntos no ayudó en absoluto, determinó que necesitaba volver a una noche de balcón, bourbon y auriculares.
Venciendo al frío nocturno y al cansancio, se preparó como tantas veces y abrió el grifo de sus emociones. Tardó apenas dos canciones en verse sumido en un torbellino de sentimientos encontrados, y decidió dejarse llevar del todo y no reprimir las lágrimas, porque la sola idea de lo que se avecinaba ya era lo peor que podía imaginar.
Así que sí, se permitió llorar cuanto quiso, solo por aquella noche. Porque no era lo mismo haberla añorado durante media vida que haberla tenido y descubrir que empezaba a perderla. Necesitaba concederse una noche de lágrimas y desesperación para poder levantarse al día siguiente dispuesto a pagar el precio y empezar de nuevo una vida sin Ella.
Solo una noche.
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Lágrimas
Y seguía allí sentado, con la música indebida sonando en sus oídos y en sus entrañas, con un par de copas de más en la mano y en el corazón, decidiendo si las lágrimas que no cesaba de secarse se debían al convencimiento de que Ella había salido de su vida para siempre, o a la rabia por seguir derramando lágrimas por Ella sin poder controlarse.
Lágrimas
De repente, se sintió como Bruce Willis en El Sexto Sentido, como si llevara años viendo solo aquello que quería ver: Ella le apreciaba, le tenía cariño, pero no le amaba; él no significaba será Ella lo que Ella significaba para él.
Pero el hecho de ser tan consciente de aquello tan de repente, aquel encontronazo con la realidad, aquella certeza tan meridiananente inesperada le dejó tan desarmado que no supo a qué agarrarse, salvo a la obligación de ocultar sus lágrimas al precio que fuera necesario.