Aquella noche se lo dijeron no una, sino dos veces: «eres una persona maravillosa». Para cualquier otro habría sido un halago, pero para él era como una maldición. Las personas maravillosas iban al cielo, seguro, pero dormían solas cada noche, se les secaban los besos en los labios, se les apagaba el fuego que corría por sus venas.
Y él tenía muy claro, después de tantos años, después Ella, que estaba dispuesto a vender su alma por un rato de infierno