Sabía que Ella se encontraba mal. Le había ofrecido su apoyo su cariño, su ayuda o lo que fuera preciso en público y en privado, por activa y por pasiva. Pero Ella no contestaba, y él ya no sabía qué más hacer. No se atrevía a escribirle en aquella situación tan excepcional, pero que, precisamente por ser excepcional, les podía dar algo más de margen y de intimidad.
Así que sí, había decido que haría un último intento al día siguiente, y si Ella seguía sin responder, sin dar siquiera una señal, se mantendría al margen. Porque lo que realmente le estaba matando no era el la indiferencia o el desamor, sino el verla sufrir sin poder hacer nada.
Como siempre en aquella historia, maldita impotencia.
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Impotencia
Pasaban las semanas, y con ellas se iban apagando las brasas, se desvanecían los sueños y se morían las esperanzas.
Lo único que permanecía inamovible, clavada en sus entrañas, era la impotencia.