Varias horas y tres cuartos de botella de bourbon después, continuaba dando vueltas en la cama sin poder dar crédito a lo que había pasado aquella noche. La parte más ingenua de él le decía que aquello no había ocurrido, que todo había sido un malentendido; su parte más conspiranoica ya azuzaba con traiciones, agravios y desprecios de todo tipo comenzando con la ausencia de la prometida llamada Suya al día siguiente; y su parte racional trataba de mantener la calma, mientras se negaba a publicar el millón de entradas que habría podido escribir en aquellas horas de locura, incertidumbre y desesperación.
Porque todo era tan contradictorio, tan inesperado, tan súbito, que se veía incapaz de procesarlo si no tenía más información. Y esa era la clave, dominar su eterna tendencia a ponerse en lo peor, antes de tener algo en firme a lo que agarrarse.
Estaba claro que el tema pintaba fatal, y que si se confirmaban su intuición y sus peores temores aquello iba a suponer un auténtico apocalipsis y un punto de inflexión absoluto, porque había un mínimo de dignidad y orgullo que no podía ser rebasado, pero tenía que asegurarse de la manera que fuese.
No dejaba de pensar en la cantidad de veces que había estado a punto de escribirle lo de «ya no puedo esperarte más» en el último año, sobre todo en las últimas semanas. Y lo que se había alegrado, entre comillas, de no haberlo hecho después de la noche de su cumpleaños en que habían vuelto a ser casi los de siempre. Y sin embargo, si su intuición se confirmaba…
Solo habla algo absolutamente claro e innegable: aunque aún le restaban dos semanas y un viaje de sus vacaciones, el buen humor, las sonrisas, el buen rollito y el «flower powerismo» del autoproclamado #SuMejorVerano se habían acabado de golpe.