YouTube

Cuando su hija le propuso pasar la tarde de sábado poniendo canciones de YouTube en la tele y contando por qué eran importantes para ellos, a él se le cayó el mundo encima: no sólo por cuantos sentimientos se iban a remover y emerger como zombis, sino por tener que inventarse historias y situaciones que ocultaran que él las había escuchado durante años por Ella.

Algunas horas después, ya con el bourbon en la mano y la luna menguante en los ojos, pudo dejar de disimular y recordar los momentos y recuerdos que aquellas canciones evocaban, y lo lejanos y tristes que le parecían.

Goterones

Decidió mandarlo todo a la mierda aquella noche, incluidos el vendaje, los corticoides y la alarma en el móvil para la mañana siguiente, y se sentó en su balcón con un taburete para su pie y una botella de bourbon para su corazón.

Las ráfagas de viento y algunas gotas de lluvia aisladas disiparon sus escasas dudas, y la primera canción, escogida por la app al azar, ya dio en el clavo de lleno:

«Así pasen tantos años / como las manos / seguiré pensando que me merecí /la oportunidad perdida que no me diste, mi vida, / aunque sepa que mi parte no cumplí…»

Entonces se imaginó que Ella estaba en otro balcón, uno frente al mar él conocía muy bien, bebiendo licor y tomando chocolate, y preguntándose qué demonios estaría haciendo él.

Pero justo entonces el viento arreció, los relámpagos iluminaron el cielo nocturno, y goterones tan grandes como puños empezaron a empaparlo todo. Él se quedó inmóvil, dejando que la tormenta le calase hasta los huesos con la esperanza de volver a sentirse vivo, mientras que Sidecars y Leiva rogaban en sus oídos que Ella «se quedase y cerrara la puerta, que le lanzase contra las cuerdas, que luego le desatase más de la cuenta, y que al final le dejara sin arrepentirse».

Poco le importaban los goterones de tormenta calándole hasta los huesos, porque en nada se diferenciaban de los lagrimones que hacía rato que le calaban hasta el corazón.

Ruido

Aquella noche de San Juan, noche mágica donde las haya, se dispuso a ver los fuegos artificiales sentado a solas en su balcón, con un bourbon en la mano, como tantas y tantas noches menos especiales. Hizo fuerza por no recordar que, justo un año exacto atrás, veía los mismos fuegos al lado de Ella, lo suficientemente cerca para que sus pieles se rozasen levemente, apretando todos sus músculos para mantener la compostura, aguantando la respiración para contener su corazón.

Un año después, de vuelta a los silencios, a los caminos opuestos y a los letreros de «The End», lo que él apretaba eran los dientes para contener las lágrimas y los recuerdos, mientras otra de aquellas putas canciones random geniales le traspasaba de lado a lado, rogándole (a Ella) que hiciera ruido para romper aquel silencio antinatural entre ellos dos.

Obviamente, fracasó con estrépito.

Manos vacías

Tenía la excusa de llevar dos semanas aislado del mundo por culpa de sus exámenes, pero solo a medias. La realidad era que, pese a todos los sentimientos encontrados, todas las palabras bonitas, todos los juramentos mirando a las estrellas, Ella había vuelto a desaparecer como si se la hubiera tragado la tierra, y él ya empezaba a verle poco sentido a seguir escribiendo sobre cuánto la echaba de menos o cuántas canciones le recordaban a Ella, por mucho que las luces navideñas del balcón de enfrente continuasen encendidas.

Tal y como decía la canción, Ella había desparecido otra vez, dejándole de nuevo encallado y con las manos vacías. Y aunque recorría otros territorios inexplorados, nada de lo que encontraba pasaba de ser como granos de arena escurriéndose entre los dedos de sus manos vacías. Como si su ausencia no fuera lo bastante dolorosa.

Repetirse

No le importaba repetirse y volver a escribir sobre aquella vieja canción que siempre volvía, que le recordaba cómo seguía varado en un andén perdido, cómo había fracasado en casi todo en su vida, cómo el destino se empeñaba en demostrarle quién era el que mandaba una y otra vez.

Pero aquella canción, que se empeñaba en recordarle que la gente que más quería siempre se acababa yendo, también le regalaba la promesa de que, en algún lugar donde la noche era más bella y los sueños se iban en el sabor de un café, su tren aún estaba por pasar.

Mar muerto

Recordó una vieja canción de The Lumineers que le había dedicado años atrás, que hablaba de que él había nacido para ser Su mar muerto, como el famoso mar salado, en el que Ella nunca podría hundirse mientras le conservara a él a Su lado.

Sonrió con amargura al apurar el vaso de bourbon: «mientras le conservara a él a Su lado»…

Ojalá

En una escena que parecía un calco exacto de la noche anterior, volvía a contemplar cómo las nubes recorrían el cielo a una velocidad endiablada sobre su cabeza, cavilando en esta ocasión sobre si algún día llegaría a estar preparado para decirle a Ella adiós. Y, tras un largo rato de darle vueltas al asunto, concluyó que sí, que llegaría aquel momento antes o después: no porque lograse estar preparado, sino porque, aún en contra de su propia voluntad, no le quedaría más remedio: sus puntos en común con Ella, las ocasiones de verse, las miradas eternas, incluso las canciones y las palabras de amor se irían apagando poco a poco como se apagan las luces de las ventanas de madrugada, hasta que lo único que quedase fueran recuerdos. Pero, ¿qué eran los recuerdos, sino las fotos almacenadas en el corazón, imágenes de momentos ya pasados que nunca iban a volver?

Así que sí, estaba convencido de que llegaría el día en que Ella se convertiría en recuerdos, pero también lo estaba de que vendería a su propia madre por volver a estrecharla entre sus brazos, por sentir la caricia de Sus labios inigualables una última vez. Ojalá fuera tan sencillo como echarlo «A Cara o Cruz», como la canción que Ella había compartido apenas veinticuatro horas antes.

Ojalá.

Facilidad

«[…] todo lo que espero es no esperar nada…

[…] no tengo necesidad de hacerme planes contigo, ya sé que no estarás nunca más conmigo…

[…] si no me esperas no voy, por ningún camino; tiempo que guardo en mí, tiempo que no será perdido…»

Había veces que unos pocos versos de una canción eran capaces de expresarlo todo con pasmosa, y también dolorosa, facilidad.

Imposibles

Había estado toda la semana evitando escribir sobre aquella preciosa canción de Zahara que lograba resumir los quince años de su historia en apenas dos frases, pero después de que, a pesar de cambiar sus planes para verla, y que toda su conversación se redujera a escasos veinte segundos, de que Ella estuviera dándole la espalda durante dos tercios de la noche, lo dejaba meridianamente claro: «Ella y él podían haber sido invencibles, Ella y él eran imposibles»

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Él le pidió una canción para su habitual foto del bourbon nocturno, y Ella le le proporcionó una sin apenas pensar diciendo que le encantaba, y cuyo título era una suma de números muy  determinada y sensual. Cuando Ella le dijo quién era la interprete del tema, él se arrepintió casi de inmediato, pues era un estilo de música de lo más alejado a sus preferencias, y no iba a casar muy bien con su «línea» habitual. Pero ya no se podía echar atrás…

La canción no le gustó nada, le pareció poco talentosa, muy explícita e, incluso, un poco grosera, pero era la canción que Ella escogió. Y, ayudado por la dosis excesiva de bourbon de la noche, se la imaginó a Ella escuchando la canción, dejándose llevar, poniéndola en práctica. No le costó ningún esfuerzo imaginarse a él con Ella, viviendo la canción. Y también se dejó llevar.