Ella le había dicho que estaría fuera todo el puente, y encontrársela de sopetón en el mismo restaurante al que él iba le dejó totalmente descolocado. Disimuló cuanto pudo, ocultó que había hablado con Ella el día antes a costa de aquella maravillosa foto de tres años atrás, y trató de propiciar «oficialmente» el encuentro que ya habían pactado secretamente para la semana siguiente.
Así, mientras trataba de recolgarse en Sus ojos tanto como le era posible, mientras se embriagaba en Su perfume de nuevo, mientras se volvía a maravillar con Su belleza y se deleitaba con Su voz, prometió que en cuanto llegara a casa iría directo al balcón a escribir sobre Ella.
Pero cuando se sentó en la silla, armado con un bourbon doble y enfundado en sus auriculares, descubrió con una mezcla de asombro y pesadumbre que las luces de Navidad de enfrente, aquellas que brillaban durante todo el año y que él había convertido en el símbolo imposible y atemporal de su amor por Ella, estaban apagadas por primera vez en casi once meses. Incluso para un ateo incrédulo cono él, era casi inaudito ignorar semejante señal: daba igual cuánto pudiera amarla todavía, aquella historia estaba terminada del todo.
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Apagadas
Nunca había estado tanto tiempo sin escribir. Y no porque no tuviera necesidad, que la tenía. Era porque costaba encontrar palabras para describir algo que estaba enquistado, que no cambiaba, que estaba tan profundamente enterrado que se había vuelto parte de él. A veces le venían ideas, o sentimientos, o palabras sueltas, pero no podía ponerlas por escrito. Y cuando podía, la apisonadora de la rutina diaria borraba cualquier rastro de oportunidad de escribir.
Sin embargo, aquel sábado iba a verla de nuevo, después de tanto tiempo que había perdido la cuenta desde la última vez. Desechó otros planes, probablemente más fructíferos, y apostó por Ella de nuevo: nada iba a cambiar, pero si conseguía colgarse de Sus ojos una vez más, si lograba aspirar su delicioso perfume o rozar Su piel por un instante, volvería después a su balcón con la sangre tan ardiente que las palabras volarían solas.
Pero cuando llegó al restaurante, se encontró con la noticia de que Ella no iba a acudir. Si ya era una mala noticia, enterarse por terceras personas se volvió casi doloroso. Así que aguantó la velada como pudo, con el humor tan negro como el ánimo, y se volvió a casa tan pronto como le fue posible.
Salió a su balcón con un bourbon doble en una mano y la botella en la otra, sospechando que las palabras se habrían esfumado de nuevo. Se sentó, conectó los auriculares, dio un sorbo largo a su copa y miró a un balcón a su izquierda: las perennes luces navideñas, las que se habían convertido en símbolo de lo utópico, de la última esperanza ingenua e irracional, volvían a estar apagadas.