Ella le preguntó si seguía con la idea de marcharse y empezar de cero en otra ciudad, y él no supo qué contestar: porque Ella estaba allí, a su lado, y no parecía existir nada ni nadie más en el mundo, resplandeciendo como una estatua de oro puro, apoyándole con firmeza en su discusión con un camarero gilipollas, buscando sus ojos con insistencia, electrizando su piel con cada leve roce; pero también estaba aquel silencio incómodo que significaba «te echo de menos pero no puede ser», estaba el tener que guardar las distancias y las apariencias, la decepción de verla obligada a marcharse antes de tiempo cuando Ella quería quedarse, la sensación de estar perdiendo el tiempo al intentar conectar con cualquier otra, el vacío tremendo de volver a casa sin saber cuánto tiempo iba a pasar sin verla o sin saber nada de Ella.
Así que, aún tumbado en la cama en la mañana de otro domingo abrumador, pensó que debería haberle respondido que sí, que se iba a marchar, porque ya no podía soportar más estar sin Ella. Pero mientras empezaba a sonar en sus auriculares la canción de comerse arrancándose a besos las edades y terminar aquel puto domingo follando como animales, asumió lo que ambos ya sabían: que mandaría todos sus planes al infierno en cuanto Ella le dijera «quédate».
Merecido
Le dio igual la hora en el reloj; le dio igual la hora programada en su despertador; le dio igual lo larga que había sido la jornada y lo cansado que estaba; le dio igual que al día siguiente tuviera la última y durísima prueba de la competición en la que participaba; le dio igual que al levantarse le esperara un día igual de largo o peor que el que terminaba; incluso le daba igual que la posibilidad de que se vieran en medio de un día de celebración fuera remota, y la decepción que sentiría cuando esa posibilidad se llevaba, se merecía un momento de respiro. Se merecía un rato de bourbon y canciones, de dejarse llevar hasta desatar lágrimas de pasión y rabia y esperanza, de permitirse un rayito de luz en medio de tanta oscuridad, de aflojar todas las correas y concederse volver a soñar con quererla y que Ella le quisiese a él.
Solo un momento, un merecido momento. Ya se encargarían el Open, el río y el domingo de hacerle volver a la aplastante realidad, de recordarle que su vida iba de apretar los dientes hasta reventárselos
Sparring
Ante la duda, había optado por dejar correr los días. Continuaba sin saber si sentirse culpable, esperanzado, enfadado o desdeñoso después de lo del último fin de semana. Así que decidió que lo mejor era dejarse sepultar por la montaña de exámenes por corregir, las actas por rellenar, los temas por estudiar, las unidades didácticas por diseñar o los entrenamientos a los que sobrevivir, porque así no tenía ni tiempo ni energías para seguir dando vueltas a algo ilógico y casi inexplicable.
Pero había otro motivo, uno mucho más visceral y primario para empeñarse en vivir como un autómata, esforzándose por bloquear cualquier atisbo de sentimiento: no quería ni pensar en que aquel plan alternativo que él le había propuesto para verse se fuera al traste y quedarse en nada, como tenía toda la pinta de ocurrir después de que el atisbo de llama se enfriase tras otra semana de silencio. Porque, a aquellas alturas, dudaba de tener fuerzas para enfrentarse a otra decepción más, a volver a hacerse ilusiones y cambiar todos los planes para nada, a pasarse un día parado en medio de la fiesta y la celebración buscando en su móvil un mensaje que nunca iba a llegar.
Hasta el «sparring» más profesional sabía cuándo el aluvión de golpes era demasiado grande como para no tirar la toalla.
Costumbres
Lo cierto era que no sabía qué escribir, porque no sabía ni cómo se sentía: que justo cuando más defraudado se sentía por Su silencio absoluto apareciera Ella para insistirle en que asistiera a una cena del antiguo grupo, había sido francamente inesperado en un primer momento, y muy frustrante después porque le era realmente imposible asistir.
Pero lo verdaderamente sorprendente fue lo rápido que había vuelto a las viejas costumbres, aquellas de culparse y flagelarse por no ir corriendo a Su encuentro; las costumbres de retorcer su vida y hacer planes locos que luego nunca se cumplían y le dejaban deshecho; las de pasarse las horas dilucidando si Ella sentía tal o cual, si tenía que escribirle o no, si añadía más canciones a la lista «olvidada»; las de si tiraba por el retrete todas las conversaciones imaginarias que había tenido con Ella en aquellas semanas en las que le avisaba de que estaba a punto de perderle del todo; las costumbres de imaginar que abría la puerta y estaba Ella, que se arrancaban la ropa como si les quemara, que se miraban a los ojos tumbados en la cama después de fundirse en uno solo; las de si volvía a su Refugio a plasmar por escrito el huracán de sentimientos que bombardeaban su cabeza y su corazón a cada instante.
¿Y qué iba a hacer ahora? Porque después de semanas de echar paladas de tierra para apagar la ultima chispa de esperanza que le quedaba, habían bastado un par de mensajes de Ella para que la llama comenzase de nuevo a arder.
Extenuación
En días como aquel, en que de pura extenuación ya no era capaz de seguir esquivando los pedazos de su vida que se le venían encima, se preguntaba por qué continuaba sintiéndose como si se asfixiara, por qué parecía que simplemente sobrevivía. Y no lo entendía, porque realmente se esforzaba por hacer todo lo que se suponía que tenía que hacer: se enfocaba en su trabajo y sus estudios, entrenaba todo lo duro que su cascado cuerpo le permitía, intentaba hacer nuevas amistades, escuchaba música diferente, evitaba las noches de balcón y bourbon, obviaba las fotos y reels que su móvil se empeñaba en recordarle cada día de justo un año atrás, había dejado de escribir.
Pero era inútil, nada funcionaba. Ni siquiera tener la certeza de que sus esfuerzos por mantenerse distante y silencioso solo le reportaban más distancia y silencio. Daba igual cuánto se esforzase, seguía pensando en Ella cada maldito minuto de cada maldito día de aquella maldita vida vacía e insoportable. Cada maldito minuto.
Y para colmo de males, después de un mes de arduo denuedo por evitarlo, había roto su propósito y había vuelto a escribir.
Nada más
A pesar de estar enfermo, a pesar de saber que pagaría las consecuencias, al final agarró un disfraz y se echó a la calle, con tal de verla. No habían vuelto a cruzar palabra desde el amago de conversación de dos días antes, tenía que cerciorarse de si realmente había llegado el momento o no.
Y por desgracia, fue que sí. Salvo un par de miradas «de las de antes» y un fugaz momento en se cogieron de la mano, Ella estuvo especialmente distante y ausente en el lunes de carnaval más opuesto al del año anterior que nadie pudiera imaginar.
Así que ya estaba claro del todo: no iba a seguir fantaseando con risottos, tartas de queso, tequilas, o fines de semana de juerga en el pueblo; ni siquiera se iba a dejar llevar pensando en contar los puntos de su cicatriz en la ingle, porque por mucho que Ella le quisiera «a su modo», por mucho que le dijese que se merecía un mundo entero, en el mundo que él anhelaba Ella no quería estar. No había más.
Por tanto, en un Martes de carnaval con demasiado sabor a domingo, entre pastillas para bajar la fiebre y combatir la resaca, él dio el paso definitivo para cumplir su propósito de año nuevo y giró su timón en dirección opuesta a Ella, rezando para que los vientos le echasen una mano en vez de tocarle remar contracorriente, como siempre. Se permitió un último momento de amarla sin medida escuchando la canción que tanto les representaba, y mientras se secaba las lágrimas que rodaban por su cara y su corazón gritaba de dolor, comenzó a levantar el muro de silencio y distancia con Ella que necesitaba para sobreponerse de una maldita vez, sepultando la ingenua y vana esperanza de que Ella le llamaría o escribiría diciendo que le echaba de menos, que no podía perderle, que necesitaba un último say when. Aquella absurda esperanza a la que se había aferrado desesperadamente desde el 14 de mayo anterior.
Y ya estaba todo. Aparte de impotencia, tristeza infinita y amarga resignación, no quedaba nada más que hacer, nada más que decir, nada más que escribir.
Punto y seguido, punto y aparte, punto final
Aquel día, justo una vuelta al sol atrás, Ella le despertaba con una maravillosa canción de Al Green que decía que «tenían que permanecer juntos, y continuar amándose en las buenas y en las malas, felices o tristes»; él le había respondido con una canción que había compuesto para Ella una década antes con un programa informático, y que le había regalado por Su cumpleaños. Un año después, los exiguos contactos que tenían eran a través de emojis.
Por eso le pareció que aquel día, antes de llegar a más fechas y canciones señaladas, sería perfecto para poner un punto en su Refugio, tal y como se había propuesto en Año Nuevo. Si iba a ser un punto y seguido, un punto y aparte o un punto final, solo el tiempo lo diría. Lo único que sabía era que mientras continuara pensando en escribir sobre Ella a cada momento, seguiría sumergido en el bucle. Pero ya que se iba a despedir del Refugio, tenía que hacerlo bien, a modo de testamento. Para que, si algún día le daba por releerlo, pudiera recordar certeramente cómo había llegado a aquella decisión:
A veces había tenido la intuición de que Ella le leía, sobre todo después de un día, cuando aún estaban juntos, en que él le comentó que estaba pensando en dejar de escribir y Ella respondió que lo sentiría porque «le gustaba saber de él». Había tenido que esforzarse mucho desde el principio, y más después de aquello, para no caer en la tentación de «adornar» sus palabras en la esperanza de que Ella las leyera y reaccionase. Pero, inevitablemente, la sospecha de que Ella podía haber estado leyendo todo, sabiendo todo, y aun así haberse mantenido alejada de él había sido una pesada losa con la que había tenido que cargar. Por eso aquello tenía que terminar, porque le había otorgado toda la información, todo el poder sobre sus sentimientos, sus temores y sus esperanzas, y sin que Ella tuviera que hacer nada. Y lo que había recibido de vuelta había sido, la mayor parte del tiempo, silencio.
Sabía que Ella continuaba albergando sentimientos por él; sabía que Ella se debatía muchas veces, que se encerraba en su caparazón para gestionarlo todo como mejor pudiera; y que probablemente lo que él escribía se lo hacía todo más sencillo, para bien o parar mal: seguramente se sentiría amada, deseada, apoyada en sus peores momentos, o tendría que luchar contra tentaciones y pasiones en otras ocasiones; estaba convencido que aquel Refugio también era una vía de escape para Ella, una ventanita a un mundo donde las muchas y variadas complicaciones de Su vida quedaban atrás, y encima sin tener que salir de Su caparazón. Pero él sabía que no era justo, que el amor incondicional y la devoción absolutas eran muy bonitas en los poemas, pero crueles y desgarradores en la vida real, y a él le quedaban pocos pedazos ya para ser desgarrados.
Por eso tenía que dejar de escribir, porque seguramente aquello no era bueno ni para él ni para Ella. Porque si de verdad a Ella le gustaba saber de él, tendría que demostrarlo de alguna manera; porque si de verdad él quería alejarse del todo, tenía que dejar de abrirse en canal cada día para Ella; porque tenía que dejar de aferrarse a la desesperada al ultimo vínculo que suponía que le quedaba con Ella, por improbable que fuera; porque aquella rutina casi diaria de contar(Le) todo lo que sucedía dentro de él le sumaba muy poco, a fin de cuentas.
Así que había llegado el momento: no sabía si sería seguido, aparte o final, pero aquel día , después de trece años y medio y más de mil doscientas entradas, cerraba su Refugio con un Punto.
Estribillo
Aquel día su cantante favorito había posteado en sus redes el estribillo de la canción que él llevaba dedicándole a secretamente a Ella más de tres años, aquella que decía que «si era por Ella, a él no le importaba suplicar una vez más, que Ella le diera aliento, y vida al respirar«, y él no había dudado ni un instante en repostear la canción.
Así que, después de una sesión especialmente generosa de bourbon en su balcón y unos cuantos tumbos a oscuras por la casa, se metió como pudo en la cama y, mandando al infierno sus principios y sus propósitos, se puso la canción en bucle dispuesto a quedarse dormido regodeándose en Su recuerdo. Total, si la resaca ya iba a ser de órdago al día siguiente, ¿qué más le daba añadir una pizca más de culpa, abatimiento y remordimientos?
Abandonar
Precisamente porque aún podía sentir la fuerza con que Ella agarró sus manos y le «obligó» a rodear Su cintura justo cuando salían del bar el sábado anterior, se encontraba una semana después sentado en el balcón con un bourbon en la mano.
Y era consciente de cuánto se equivocaba al hacerlo, porque el retorno a la rutina le había devuelto la calma que le otorgaba una mente ocupada, pero también una semana sin que Ella diera señales de vida. Pero allí estaba, como tantas y tantas noches.
Porque sabía que todavía le quedaban muchas, muchas noches de bourbon y canciones hasta que lograse su gran propósito para aquel año; por eso, porque tenía que intentar ahorrarse algunas de aquellas noches como fuese, era tan importante que consiguiera su primer propósito: abandonar su Refugio y dejar de escribir sobre Ella.
Imborrables
Estaba preparándose la cena con música aleatoria, ni siquiera tenía puesta una de sus listas, cuando saltó el tema «Lover», de Taylor Swift. Era una de aquellas canciones que tenía que evitar a toda costa, porque justo por esa canción Ella le llamaba «lover» un año atrás. Y claro, ahora se le hacía un nudo en las entrañas cada vez que sonaba.
Aquella noche la dejó sonar, sin saber muy bien por qué, al tiempo que pensaba en qué sentiría Ella cuando sonaran aquellas canciones que tanto les habían unido. Porque Su silencio podría ocultar muchas cosas, pero una canción especial siempre era una canción especial, y los sentimientos y recuerdos que traía consigo eran imborrables.