Aquello se iba a convertir en un punto de inflexión, pero de los de verdad. Porque a Ella se le había ido la cabeza, y el comentario más bien intencionado que él podía hacer, lo había convertido en una ofensa, o vete tú a saber.
Y él, por primera vez en años, se dio cuenta de que no tenía por qué pagar Sus platos rotos, cuando lo único que ansiaba era estar cerca de Ella y cuidarla y apoyarla como siempre, pese a sus propios propósitos de alejarse y bla bla bla.
Así que, tras un inconcebible momento en que él se vio mandándola a Ella al carajo y dejándola con la palabra en la boca, se vieron discutiendo otra vez sin sentido ninguno en vez de hacer las paces, porque Ella no atendía a razones. Y él se sintió herido, furioso y hastiado, hasta el punto de marcharse casi sin despedirse. Al fin y al cabo, llevaba toda su vida aceptando que el resto del mundo, Ella incluida, pagase sus frustraciones con él, y su vaso ya rebosaba más que de sobra. Así que, con el corazón más roto que nunca, puso rumbo a casa apretando el paso, haciendo acopio de toda la dignidad que le quedaba.
Porque el sofocón, la llorera y la noche sin dormir no se las iba a quitar nadie.