A pesar de estar enfermo, a pesar de saber que pagaría las consecuencias, al final agarró un disfraz y se echó a la calle, con tal de verla. No habían vuelto a cruzar palabra desde el amago de conversación de dos días antes, tenía que cerciorarse de si realmente había llegado el momento o no.
Y por desgracia, fue que sí. Salvo un par de miradas «de las de antes» y un fugaz momento en se cogieron de la mano, Ella estuvo especialmente distante y ausente en el lunes de carnaval más opuesto al del año anterior que nadie pudiera imaginar.
Así que ya estaba claro del todo: no iba a seguir fantaseando con risottos, tartas de queso, tequilas, o fines de semana de juerga en el pueblo; ni siquiera se iba a dejar llevar pensando en contar los puntos de su cicatriz en la ingle, porque por mucho que Ella le quisiera «a su modo», por mucho que le dijese que se merecía un mundo entero, en el mundo que él anhelaba Ella no quería estar. No había más.
Por tanto, en un Martes de carnaval con demasiado sabor a domingo, entre pastillas para bajar la fiebre y combatir la resaca, él dio el paso definitivo para cumplir su propósito de año nuevo y giró su timón en dirección opuesta a Ella, rezando para que los vientos le echasen una mano en vez de tocarle remar contracorriente, como siempre. Se permitió un último momento de amarla sin medida escuchando la canción que tanto les representaba, y mientras se secaba las lágrimas que rodaban por su cara y su corazón gritaba de dolor, comenzó a levantar el muro de silencio y distancia con Ella que necesitaba para sobreponerse de una maldita vez, sepultando la ingenua y vana esperanza de que Ella le llamaría o escribiría diciendo que le echaba de menos, que no podía perderle, que necesitaba un último say when. Aquella absurda esperanza a la que se había aferrado desesperadamente desde el 14 de mayo anterior.
Y ya estaba todo. Aparte de impotencia, tristeza infinita y amarga resignación, no quedaba nada más que hacer, nada más que decir, nada más que escribir.