No sabía ni por dónde empezar: quizá por la alegría desatada de volver a verla semanas después; o quizá por aquel vestido maravilloso con un escote de vértigo que le recordaba las curvas sublimes contra las que se había estrellado con avidez; o el perfume delicado y embriagador que tantas veces había conservado a toda costa en sus sábanas; o el sonido de Su voz, o el timbre de Su risa chispeante mientras soltaba frases subidas de tono, o la abertura de dejaba entrever Sus piernas suaves y fuertes y poderosas que le habían abrazado meses atrás.
Pero también estaba la obligación de disimular, de evitar fijar su mirada en Ella a toda costa; la amargura de escucharla hablar de planes de futuro que nunca le incluirían a él; la negación absoluta de cualquier tipo de contacto físico, a pesar de estar sentado a su lado toda la noche; la condena de no poder escribirle para decirle lo absolutamente perfecta que estaba aquella noche, lo que le costaba respirar tanto cuando Ella le hablaba como cuando no; el agujero negro que se le hacía en las entrañas al despedirse sin tener ni idea de cuándo volvería a saber de Ella; el pánico a que las cosquillas que Ella dijo que él le debía quedasen en un simple mensaje.
Lo único realmente cierto era que no sabía lo que Ella sentía ni cuándo volverían a verse, y que al momento de salir al balcón con el bourbon y los auriculares, las luces de Navidad. del vecino restaban apagadas del todo.