Se sentía como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo, a los interminables años en que pensaba en Ella cada día, pero no podía tener ningún contacto más allá de unas cervezas en el fin de semana, y se limitaba a imaginarse qué estaría haciendo Ella, en qué estaría entretenida, o si Se daría por aludida si compartía una canción en redes sociales. Para alguien tan emocional como él, vivir un amor condenado al silencio era una auténtica tortura diaria, una losa gigante sobre los hombros con la que le costaba hasta respirar.
El único consuelo, que en realidad no era en absoluto, radicaba en que estaba convencido de que Ella se sentía igual que él, deseando lo que le estaba vedado, resignada a conformarse.
Malditas losas de silencio.