Debería haberlo previsto. Debería haber sabido que, para un tipo como él, todo lo que pudiera salir mal, acabaría saliendo inevitablemente mal. Las ilusiones del día anterior se esfumaron, las posibilidades en que tanto empeño había puesto se le escurrieron como arena entre los dedos, sabiendo que, como tantas otras veces, cuando tratase de recuperar el tiempo perdido, alguien ya le habría adelantado y dejado sin opciones.
Así que se vio, una vez más, ejerciendo de caballero andante, cumpliendo las honrosas tareas que los demás no hacían y de las que luego nadie se acordaba, viendo como volvía a aplastarle la odiosa brillante armadura que había llegado a odiar y de la que no lograba deshacerse.
Pero como, para colmo de males, en un arranque de precaución, de sentido común o de autoprotección había decidido no escribirle a Ella, también se vio privado de aquel improbable premio de consolación: ya puestos a ejercer otra vez de «caballero de la brillante armadura«, al menos que fuera por Ella. Pero ni por esas.
Así pues, triste, solo y desilusionado, se sentó en su balcón con un bourbon bien cargado en la mano: no apuró ni la mitad del vaso, aquella noche ni siquiera estaba para bourbon y canciones.