Decidió mandarlo todo a la mierda aquella noche, incluidos el vendaje, los corticoides y la alarma en el móvil para la mañana siguiente, y se sentó en su balcón con un taburete para su pie y una botella de bourbon para su corazón.
Las ráfagas de viento y algunas gotas de lluvia aisladas disiparon sus escasas dudas, y la primera canción, escogida por la app al azar, ya dio en el clavo de lleno:
«Así pasen tantos años / como las manos / seguiré pensando que me merecí /la oportunidad perdida que no me diste, mi vida, / aunque sepa que mi parte no cumplí…»
Entonces se imaginó que Ella estaba en otro balcón, uno frente al mar él conocía muy bien, bebiendo licor y tomando chocolate, y preguntándose qué demonios estaría haciendo él.
Pero justo entonces el viento arreció, los relámpagos iluminaron el cielo nocturno, y goterones tan grandes como puños empezaron a empaparlo todo. Él se quedó inmóvil, dejando que la tormenta le calase hasta los huesos con la esperanza de volver a sentirse vivo, mientras que Sidecars y Leiva rogaban en sus oídos que Ella «se quedase y cerrara la puerta, que le lanzase contra las cuerdas, que luego le desatase más de la cuenta, y que al final le dejara sin arrepentirse».
Poco le importaban los goterones de tormenta calándole hasta los huesos, porque en nada se diferenciaban de los lagrimones que hacía rato que le calaban hasta el corazón.