Se quedó petrificado al verla: estaba claro que seguía dolorida y machacada después de aquel horrible accidente, pero le costó reconocerla. Lo que tenía ante él era una mujer frágil y vulnerable, casi temblorosa, que podría ser llevada por el viento si venía una ráfaga un poco más fuerte de lo normal. Ni rastro de la deidad fuerte y poderosa, la de la risa de trueno, los ojos de fuego y los tacones de vértigo de la que llevaba enamorado más de media vida.
Y sin embargo, aquella versión mermada y casi quebradiza de Ella que le abrazó con tan poca fuerza y tanto sentimiento durante cinco segundos eternos le inspiró una ternura y un amor tan grandes que casi olvidó por un momento dónde y ante quién estaba. Porque habría tomado Sus manos y ya no las habría soltado más; la había estrechado entre sus brazos para repetirle un millón de veces al oído que todo iba a salir bien; se habría quedado allí, mirándola a los ojos y sonriéndole, hasta que hubieran salido raíces de sus zapatillas.
Porque, por mucho que se distanciasen, por mucho silencio que les separase, por muy imposible que fuera su historia, Ella era su amor, y nunca dejaría de correr a Su rescate, nunca dejaría de ponerse la brillante armadura cada vez que Ella lo necesitara, nunca permitiría que Ella sufriera, ya se las arreglaría como fuese.
Porque no había dejado de pensar en Ella ni un solo minuto desde el día del accidente.
Puto hilo rojo