Al final siempre era Ella, siempre volvía todo a Ella. Y él, pese a sus decisiones y sus propósitos y sus orgullos, retorcía todo cuanto fuera necesario con tal de acudir a Su llamada, incluso a sabiendas de cuánto le tocaría luchar contra la tristeza y la melancolía los días posteriores.
Pero las cosas habían cambiado tanto, y había tantos factores que ya no podía controlar, que por más que lo intentó no pudo pasar ni cinco minutos con Ella, y ni siquiera el bourbon en el balcón le libró de la sensación de haberle fallado a Ella y a sí mismo.
Porque unos segundos de poder entrelazar sus manos y de rozar aquel cuerpo maravilloso eran un paraíso, pero demasiado exiguo para conformarse cuando algo en lo más íntimo y elemental de aquel contacto le seguía gritando que ambos se merecían algo más.