Tal y como había decidido la noche anterior, rompió su silencio y buscó propiciar una velada con Ella como en los viejos tiempos, escribiendo al intermediario que Ella misma le había sugerido en la conversación de unas semanas atrás. Confirmando sus previsiones, se enteró de que Ella estaba fuera, y lo que era peor, apenas regresara se volvería a marchar para el resto de las vacaciones, por lo que las posibilidades de verse eran casi nulas. Le fue imposible no decepcionarse un poco, pero no más que por el resto de gente «importante» con la que le habría encantado compartir algo de aquel tiempo regalado, y que habían hecho sus planes sin que él llegara a enterarse siquiera, o que directamente le habían ignorado.
Así pues, respiró hondo y se aferró a la idea de que debía mantenerse firmemente paciente, porque algo bueno acabaría por llegar cuando menos se lo esperase. Al fin y al cabo, y por mucho que pesasen trece meses de soledad, seguía convencido de que no tenía nada que perder, incluso si se liaba la manta a la cabeza y se arriesgaba a escribirle a Ella, sabiendo que estaba libre de Sus compromisos por unos días; no tenía nada que perder, incluso si Ella rechazaba sus palabras; no tenía nada que perder, porque ya lo había perdido todo.
Y así, cuando el peso en su pecho parecía empezar a aligerarse y algo parecido a una sonrisa comenzaba a dibujarse en su boca, un destello de color en el rabillo del ojo le obligó a girar la cabeza y fruncir el ceño: putas luces navideñas