Colgó el teléfono y, automáticamente, se echó a llorar. No supo si de tristeza, de nervios, de melancolía o de alivio, pero no pudo contener las lágrimas ni quince segundos. Habían sido más de cuarenta minutos de conversación con Ella, con Su voz tenue y delicada; la misma voz tenue y delicada que al día siguiente de besarse un año antes, o al día siguiente de la proposición del café, o al día siguiente de una noche de mensajes impertinentes mojados en chocolate y licor; era la voz de Ella cuando se arrepentía de las cosas, y a él no le gustaba aquella voz, porque durante años siempre habían venido periodos del silencio más absoluto tras aquella voz del día siguiente a algo.
Pero aquella tarde, después del descalabro tan tremendo de dos noches antes, estar cuarenta minutos escuchando Su «voz del día siguiente», era como un premio de consolación. La conversación disipó el pavor de un final amargo y desgarrador para la historia entre ellos, dejándolo en un simple y cordial «final», y aquello ya era un logro.
La parte mala de era, más o menos, la de siempre: meses y meses convenciéndose de que Ella ya tenía que pasar a un lado, de que su camino era otro, de que se merecía a alguien que le quisiese como él necesitaba, y sin embargo habría salido corriendo a Su encuentro en aquel instante si Ella se lo hubiera pedido. Porque seguía amando sin medida Su «voz del día siguiente», Su «voz de las noches impertinentes», Su «voz de las cañas de sábado», y todas y cada una de Sus voces.
Todas y cada una.