Aquiles era su gato. Lo adoptaron por imperativo familiar, y le tocó a él criarlo en exclusiva, con todos sus mordiscos y arañazos. Y pese a todo, se encariñaron, porque Aquiles era independiente y un poco huraño, pero también era fiel y leal. Y, sobre todo, tenía un sexto sentido para detectar estados de ánimo.
Por eso, cuando las cosas se pusieron feas de verdad, era Aquiles quien le buscaba, quien le apoyaba, quien le consolaba. Era su seguro, su incondicional, su paz. Nunca dejó de atender su llamada, nunca rehuyó su contacto, ni siquiera tras el año de separación en el apenas se veían unas pocas veces al mes. Aquiles siempre venía, siempre frotaba su cara, siempre se acurrucaba en su regazo. Siempre.
Pero Aquiles se fue aquella noche, de repente. Y con Aquiles, se fue el único seguro, el único refugio, el único vínculo con los viejos tiempos, el último resto de bondad y de cariño auténtico que le quedaba, dejando un vacío inconmensurable en sus entrañas.
Aquiles era su gato, pero fue mucho más que un gato: era Aquiles.