En una escena que parecía un calco exacto de la noche anterior, volvía a contemplar cómo las nubes recorrían el cielo a una velocidad endiablada sobre su cabeza, cavilando en esta ocasión sobre si algún día llegaría a estar preparado para decirle a Ella adiós. Y, tras un largo rato de darle vueltas al asunto, concluyó que sí, que llegaría aquel momento antes o después: no porque lograse estar preparado, sino porque, aún en contra de su propia voluntad, no le quedaría más remedio: sus puntos en común con Ella, las ocasiones de verse, las miradas eternas, incluso las canciones y las palabras de amor se irían apagando poco a poco como se apagan las luces de las ventanas de madrugada, hasta que lo único que quedase fueran recuerdos. Pero, ¿qué eran los recuerdos, sino las fotos almacenadas en el corazón, imágenes de momentos ya pasados que nunca iban a volver?
Así que sí, estaba convencido de que llegaría el día en que Ella se convertiría en recuerdos, pero también lo estaba de que vendería a su propia madre por volver a estrecharla entre sus brazos, por sentir la caricia de Sus labios inigualables una última vez. Ojalá fuera tan sencillo como echarlo «A Cara o Cruz», como la canción que Ella había compartido apenas veinticuatro horas antes.
Ojalá.