Sentado en su nuevo balcón, aquel al que nunca se asomaba la luna, veía el resplandor de los rayos de una tormenta lejana por encima del mar de tejados.
Y mientras miraba embobado los fogonazos del cielo rabioso, se preguntaba si la incesante lluvia, igual que arrastraba todo polvo y la suciedad del asfalto, no podía llevarse también su soledad, su desazón, su desdicha, y el resto de lastres que tanto le oprimían el pecho y el corazón.