Pese a años y años de remiendos, su corazón seguía lleno de agujeros, unos más grandes y otros más pequeños; unos que picaban a veces, otros que dolían cada día como puñaladas; unos que se cerraban con un planchado, otros que ni con toda la tela del mundo podrían cerrarse. Porque un agujero solo se hace cuando se arranca un pedazo, y por mucho que se cosa la superficie, el vacío de debajo siempre queda.
Su única esperanza era que, algún día, otro corazón decidiera juntarse tanto con el suyo que, poquito a poquito, lograra rellenar sus agujeros.