Se enjugó las lágrimas, trató de recomponerse para que nadie notara que había estado llorando, y dedicó un momento a pensar en la magnitud de lo que acababa de hacer: decirle a Ella, al amor de su vida, a aquella Mujer a la que amaba sin medida y sin razón, que era una la de las cosas que tenía que cambiar en su vida.
Fue una conversación larga y sentida en la que él pudo desahogarse por fin, decirle lo que le había constado asumir el rol que él desempeñaba realmente en Su vida, y que ya no podía seguir esperando una quimera; le dijo cuánto empeño iba a poner en arrancarla a Ella de su corazón, y cuánto dolor le iba a costar hacerlo; le dijo cuánto había deseado ayudarla y apoyarla, y lo duro que había sido darse cuenta de que aquel tampoco era su papel; y le dijo lo solo que se sentía, cuánto la echaba de menos, y cuánto odiaba aquella distancia que se había instalado entre ellos.
Ella le escuchó y le consoló, reconoció su hermetismo para con los sentimientos, y le dijo lo preocupada que estaba por él, con una voz tan cargada de ternura que casi se podía tocar a través del teléfono. Y él la creyó. Porque estaban conectados, porque cuando se ama de verdad a alguien nunca se le deja de amar del todo, y ellos se habían amado.
Pero allí estaba, saliendo de una habitación a oscuras donde se había derrumbado por completo, donde había dado un paso del que ya no podía dar marcha atrás, donde había cortado el único lazo que él creía irrompible. Y, mientras volvía a pensar en la magnitud de semejante decisión, se dio cuenta de que, incomprensiblemente, se sentía un poco más muerto, en lugar de un poco más vivo.