Había dejado de escribir. No por falta de ideas, desde luego, porque Ella seguía en su corazón noche y día; ni por falta de nuevas canciones, o de películas, o de historias que le torturaban recordándole que todo había acabado, que aunque nunca estuvieron juntos él se sentía como si Ella le hubiera dejado; ni siquiera por falta de tiempo porque, aunque se había llenado de trabajo y enredos cada minuto del día para mantener la cabeza ocupada, siempre había un rato antes de caer dormido en que daba vueltas en la cama medio desesperado.
Pero el hecho era que había dejado de escribir, y si era sincero consigo mismo, sabía que debía hacerlo, al menos tal y como lo había hecho en los últimos dos años y medio. Por más que se lo vendiera como la única manera de desahogarse, empezaba a darse cuenta de que su Refugio no era más que la última esperanza que él se empeñaba mantener viva a cualquier precio. Aquel espacio secreto era lo último que tenían en común, la única intimidad que había tenido con Ella, suponiendo que Ella le hubiera leído, claro. Y por tal motivo, su cerebro le bloqueaba el acceso a las palabras, y devolvía su ánimo al luto y al duelo.
Porque si mantenía viva la ilusión de que Ella le leyera, nunca saldría de aquel agujero negro de amor desperdiciado y dolor silencioso. O peor todavía, porque si Ella le había leído, especialmente en los últimos meses, y aún así le había vuelto la espalda, su caída en el agujero negro sería infinita, como una herida incurable, como un desgarro en la esencia más insondable de su alma.
Y aún así, allí estaba otra vez, escribiendo de nuevo sin saber muy bien por qué. O quizá, sabiéndolo demasiado bien.