Sonó una de Sus canciones, aquella que hablaba de estar «a dos pasos de la casa del otro», en un lugar en el que nuca debería de sonar, y él no pudo reprimir el impulso de escribirle y contárselo. Pero Ella no contestó. Nada,
Y con aquel nuevo silencio, deliberado o no, llegó la confirmación definitiva: él arrojaba la toalla, se rendía. La daba por perdida, porque tras aquellos meses de distancia y silencio ensordecedor, de haberle suplicado Su apoyo y Su ayuda para tratar de mantenerse a flote y que Ella no estuviera ahí, no le quedaba más remedio que admitir la cruda realidad: ni amor, ni sentimientos, ni afinidad, ni amistad. Por no quedar, no parecía haber ni siquiera las cenizas del incendio que lo había calcinado todo.
Así que se rendía. Y mientras se secaba las lágrimas, empezó a pensar en cómo iba a dejar de esperar Sus llamadas o mensajes, cómo dejar de proponer salir a las cañas, cómo cancelar definitivamente los restos de planes conjuntos que aún flotaban de meses anteriores, cómo dejar de buscar Sus «me gusta» en las redes sociales, cómo dejar de soñar con que Ella leía lo que él escribía. Intentaría atesorar los buenos recuerdos, al menos los que no le dolieran mucho, y hacer acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para que, cuando antes o después coincidieran, fuera capaz de hacer de tripas corazón y mantener la compostura.
Con dolorosa serenidad aceptaba que aquello había llegado al final, que Ella le había sacado por completo de Su vida. Pero nunca podría comprender que todo acabara así, tan frío, sin mediar palabra. No se lo merecía.