Se sorprendió al verla entrar en el gimnasio -por una vez no había comprobado la lista de asistentes antes de empezar-, y guardó un silencio cómplice porque Ella llegaba con retraso. Luego mantuvieron una distancia cordial, con comentarios ocasionales, mientras él la admiraba desde lejos con aquel conjunto deportivo blanco y negro con el que lucía bella, fuerte, y poderosa como una valquiria.
Pero en la habitual carrera post-entreno que hacían juntos, Ella aprovechó un momento de silencio y le comentó, a media voz, que tenía que hablar con él, que la siguiera cuando subieran a sus coches antes de irse a casa. Absolutamente atónito, él logró mantener a duras penas la compostura, casi sin mirarla y sin cruzar palabra durante los estiramientos finales.
Se las apañó para salir tras Ella apenas un minuto después, y la siguió tal y como le había pedido hasta un aparcamiento cercano y casi vacío. Detuvo el auto junto al Suyo, y Ella vino a su encuentro casi sin darle ocasión ni de bajarse. Quiso decir algo para romper el hielo, pero Ella puso una mano sobre su pecho y otra sobre sus labios para que guardara silencio. Tras dos amagos, por fin le dijo: «Que sepas que sí te quiero, mucho más de lo que debería, y aunque ya es demasiado tarde para nosotros, quiero dejarte la prueba de que realmente te amo». Y sin darle tiempo ni a respirar, se aferró a su nuca y le besó, apretándose contra él. Y él, por fin, pudo sentir aquellos labios tersos fundiéndose con los suyos, aquel cuerpo fuerte y menudo encajado entre sus brazos, aquella presión de sus senos en su pecho que le impedía respirar, aquella sensación de que la vida se iba a detener para siempre en aquel momento. Casi consumido por el fuego y la emoción, se separó de Ella un instante para mirarla a los ojos y regocijarse en Su leve sonrisa, la besó de nuevo y se sumergió entre su cabellera rebelde abrazándola con todas sus fuerzas.
Pero, de repente, todo se volvió del negro más aterrador que había visto en su vida, y mientras luchaba por inspirar y volver a llevar aire a sus pulmones, giró la cabeza en todas direcciones y pestañeó con desesperación tratando de comprender, hasta que percibió las rayitas de luz que se colgaban por la persiana de su habitación; entonces reconoció su cama, el tacto de sus sábanas, las artistas de las paredes. Se pasó las manos por la cara tratando de distinguir las gotas de sudor de las lágrimas que ya habían empezado a brotar de sus ojos, y mientras empezaba a recuperar un ritmo respiratorio normal, miró en dirección al despertador digital ubicado en su mesilla desde siempre: aún faltaba una hora y media para levantarse.
Sólo dios sabía en qué habría de emplear aquella maldita hora y media porque, con el recuerdo tan vívido de aquel sueño inundando su cerebro, en dormir no iba a ser.