Por primera vez en muchos, muchos años, se preguntó qué cojones hacía allí sentado en el balcón con el bourbon en la mano y los auriculares atronando canciones que solo lograban encabronarle más y más. Por más que supiera que no iba a pasar, seguía sin comprender que tras una semana no hubiera habido ya no una llamada, sino un simple mensaje. El puto crío ingenuo que aún vivía dentro de él se empeñaba en creer que Ella estaba dejando pasar los días para que todo se enfriase antes de dar el paso de intentar la reconciliación; el adulto desengañado y decepcionado de todo en que se había convertido sabía que Ella había enterrado el cadáver y había dado el problema por zanjado, como un secuaz cualquiera de Tony Soprano, y había seguido con su vida con total normalidad. Porque aunque en un día de conciertos, de entradas y salidas, habría sido muy fácil un «vente a ver el concierto y tomamos algo» con el que suavizar las cosas, parecía más sencillo mirar para otro lado y hacer como si nada. O quizás porque realmente no Le importaba, quién podía saberlo.
Y sin embargo, y a diferencia de todas las veces anteriores, en aquella ocasión Ella había provocado un efecto inesperado, resucitando algo que llevaba dos décadas desaparecido: su orgullo. Aquel orgullo que le mantenía el ceño fruncido y los dientes apretados, aquel orgullo que le obligaba a mantenerse firme y en su sitio, a no dejar traslucir ni media debilidad mientras no hubiera reparación, que le aseguraba que por muy fuerte que le dieran nada podría derribarle. Aquel orgullo que gritaba que Ella terminaría por perderle del todo si no intentaba arreglarlo.
A fin de cuentas, solo Ella tenía algo que perder de todo aquello, si es que él aún le importaba algo. Porque él, salvo una pizca de dignidad y su resucitado orgullo, ya lo había perdido todo.