No cruzaron una sola palabra en cinco horas de cumpleaños, excepto algo parecido a una canción que Ella pareció dedicarle a él y que decía algo como que aparentaba haberle olvidado pero que no era verdad. Eso, y un largo abrazo cuando Ella, ya en «modo ahorro extremo de batería», se despidió para marcharse a casa. Se miraron un momento, él le dijo «tendremos que hablar en algún momento tú y yo», a lo que Ella respondió con un sonoro «huy, no no no, nada de que hablar» y salió corriendo sin mirar atrás.
Y no, no le valía la excusa de Ella llevaba en la calle desde mediodía y que ya no estaba en condiciones, porque habían tenido cinco horas de celebración para haber intentado encontrar un acuerdo de mínimos. Pero las únicas palabras, conscientes o no, habían sido que no había nada de que hablar. Pues muy bien, aquello zanjaba el tema.
Un par de horas después, sentado en su balcón al calor del bourbon y de las canciones de Su lista, decidió que las lágrimas que no podía contener también iban a ser las últimas que zanjasen el asunto. ¿No había nada de que hablar? Pues que así fuera.
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Más que de sobra
Cita
Veintisiete días y tres mensajes formales después, aquella tarde iban a reencontrarse en un cumpleaños que duraría horas, y él no sabía muy bien cómo sentirse ni qué esperar. No podía prever si Ella mantendría las distancias, si actuaría como si nada, si trataría de hablar con él para aclarar las cosas… Con una persona tan imprevisible como Ella, cualquier cosa podía ocurrir.
Lo único que tenía claro es que habían pasado veintisiete días con sus veintisiete noches, habían tenido tiempo más que de sobra para un café, una llamada o un rato de chateo, para disculpas o aclaraciones, para normalizar o terminar de separar. Y, bien fuera por vergüenza, por pesar, por desinterés o por indiferencia, lo único entre ellos dos en veintisiete días y sus noches había sido silencio. Duro, frío y negro silencio.
Así que sí, estaba inquieto porque, por una vez, no pensaba hacer nada al respecto. Simplemente se limitaría a reaccionar a lo que se encontrara, teniendo en cuenta que como en tantas ocasiones le había recomendado él a Ella, aquella vez iba a estar él antes que nadie.
Incluida Ella.
Pasaban
Y pasaban los días, uno tras otro, como si no tuvieran importancia, como si nada fuera a cambiar, por mucho que lo intentara.
Pero más pasaban las noches, una tras otra, empapadas em bourbon y canciones, certificando que nada iba a cambiar, por mucho que lo intentara.
Elocuentes
Llevaba semanas sin dar señales de vida. Ni llamadas, ni mensajes, ni fotos, ni memes, ni reacciones en redes siquiera. Nada de nada.
Había veces en que los silencios eran mucho más elocuentes que un millón de discursos.
Sábado
Estaba claro que cuando las cosas venían mal dadas, poco se podía hacer: nada peor en el mundo que un sábado convertido en domingo.
Cada vez menos
Le gustaba especialmente sentarse en su balcón las noches de lluvia, por más que significasen que había vuelto solo a casa una vez más.
Lo que no le gustaba era que le engatusaran, que le diesen coba durante todo un día para luego dejarle tirado a la primera de cambio. No le gustaba seguir siendo el tío simpático y agradable, era una historia demasiado vieja y demasiado repetida.
No le gustaba ser el tío buena gente.
Cada vez menos
Casualidades cósmicas
Mientras se arreglaba para ir a una comida con antiguos compañeros que llevaba mucho tiempo esperando, pensaba que una pequeña e ingenua parte de él aún creía en aquellas casualidades cósmicas de las películas románticas que harían que ellos se encontraran cuando menos lo esperasen, y después de unas copas y unas risas y unos bailes, todo se arreglaría y volverían a quererse y a desearse como siempre habían hecho.
Lo que le entristecía de todo aquello no era la fantasía, sino que aquella parte de él era cada vez más pequeña y menos ingenua.
Furioso
Cita
Si ya había pasado toda la semana enfadado, el descubrimiento accidental que hizo en aquel momento le puso realmente furioso: volvía a casa tras una salida rápida con los auriculares puestos, como siempre, escuchando la playlist prohibida. Se trataba de una lista colaborativa que había hecho con Ella, en la que ambos iban añadiendo las canciones que le recordaban al otro. La última canción la había añadido él quince meses antes, y no había vuelto a reproducirla, ni a abrirla siquiera, desde que en el ultimo año nuevo se había hecho el propósito de olvidarse y alejarse de Ella.
Sin embargo, la noche anterior había decidido reproducirla de nuevo para que, enfadado y dolido como estaba, los recuerdos evocados por aquellas canciones le ayudasen a canalizar las palabras. Y cuando se puso los auriculares para el corto trayecto caminando aquella tarde, decidió que tampoco importaba tanto escuchar alguna canción más. Pero de pronto comenzó a sonar un blues desconocido, con una letra que parecía hecha para ellos dos. O, al menos, para los ellos dos de justo antes de la semana anterior. Consultó la app y vio que la canción la había añadido Ella (era la última, de hecho), y a pesar del año transcurrido sin escuchar la playlist, le extrañaba no reconocerla ni tener siquiera una mínima noción sobre ella o su cantante. Así que apretó el paso para llegar cuanto antes a casa, porque desde el ordenador sí podía comprobar la fecha en que se habían añadido las canciones a las diferentes playlists. Y justo ahí llegó el bombazo.
Ella había añadido la canción en abril de aquel mismo año, apenas unos meses atrás, cuando se suponía que ambos estaban en «proceso de alejamiento», pero no se lo hizo saber a él de ningún modo, y como él se había «prohibido» la playlist, no pudo reparar en ello. ¿Cuánto habrían podido cambiar las cosas entre ellos si Ella se lo hubiera dicho? ¿Cuántas noches de bourbon y lágrimas, cuantas tardes de soledad y pesar, cuántos días de arrastrar los pies y sonrisas forzadas, cuántos meses de luchar contra sí mismo y de aplastarse el corazón se podía haber ahorrado? Habría bastado que Ella no hubiera sido tan jodidamente hermética por una vez y se lo hubiese confesado, porque un «sigo pensando en ti, sigo escuchando nuestras canciones» no habría cambiado nada en realidad, pero habría sanado mucho. A los dos.
Pero no se lo dijo, y él no tuvo forma de descubrirlo por su cuenta. Así que siguió tratando de ajustarse al estúpido plan de «fin de trayecto» que le robaba la vida y comportándose como si ya no La quisiera, como si no pensara en Ella a diario. Hasta que llegó el descalabro de agosto y Sus mensajes que al final sí eran para él, y algo por dentro se le rompió. Y de ahí a Su operación y casi dos meses sin verse y ni cruzar palabra, hasta el sábado anterior y la catástrofe definitiva.
Con aquel maldito blues sonando en sus auriculares en bucle, estaba tan furioso que incluso le dolían las sienes, pensando en la cara de imbécil que tendría en ese momento al releer las gilipolleces que había escrito la noche anterior y por la mañana sobre orgullo, cabeza alta y mierdas así. Dos veces había cogido el móvil para llamarla y pedirle explicaciones por una puta vez en la vida, y dos veces lo había soltado. Total, ¿de qué iba a servir a aquellas alturas? Con la sangre ardiendo por las venas era propenso a decir algo indebido, y no podía permitirse aquel lujo. Total, se iban a ver en dos semanas en un cumpleaños de alguien en común, así que mejor esperar, mantener el plan de silencio absoluto y enfriarlo todo para corroborar si lo de aquella canción había sido solo un espejismo de meses atrás. Más que nada, para tirar del renacido (y absurdo) orgullo y convencerse de que había sido Ella quien le había perdido a él, y no al revés.
Así que para tratar de calmar su furia, y aún a sabiendas de que era domingo por la tarde, puso la app en modo aleatorio dentro de la playlist prohibida, agarró la botella de bourbon y abrió la puerta del balcón, deseando con todas sus fuerzas que, por una sola vez, Ella leyera aquel testamento que acababa de escribir.
Orgullo
Por primera vez en muchos, muchos años, se preguntó qué cojones hacía allí sentado en el balcón con el bourbon en la mano y los auriculares atronando canciones que solo lograban encabronarle más y más. Por más que supiera que no iba a pasar, seguía sin comprender que tras una semana no hubiera habido ya no una llamada, sino un simple mensaje. El puto crío ingenuo que aún vivía dentro de él se empeñaba en creer que Ella estaba dejando pasar los días para que todo se enfriase antes de dar el paso de intentar la reconciliación; el adulto desengañado y decepcionado de todo en que se había convertido sabía que Ella había enterrado el cadáver y había dado el problema por zanjado, como un secuaz cualquiera de Tony Soprano, y había seguido con su vida con total normalidad. Porque aunque en un día de conciertos, de entradas y salidas, habría sido muy fácil un «vente a ver el concierto y tomamos algo» con el que suavizar las cosas, parecía más sencillo mirar para otro lado y hacer como si nada. O quizás porque realmente no Le importaba, quién podía saberlo.
Y sin embargo, y a diferencia de todas las veces anteriores, en aquella ocasión Ella había provocado un efecto inesperado, resucitando algo que llevaba dos décadas desaparecido: su orgullo. Aquel orgullo que le mantenía el ceño fruncido y los dientes apretados, aquel orgullo que le obligaba a mantenerse firme y en su sitio, a no dejar traslucir ni media debilidad mientras no hubiera reparación, que le aseguraba que por muy fuerte que le dieran nada podría derribarle. Aquel orgullo que gritaba que Ella terminaría por perderle del todo si no intentaba arreglarlo.
A fin de cuentas, solo Ella tenía algo que perder de todo aquello, si es que él aún le importaba algo. Porque él, salvo una pizca de dignidad y su resucitado orgullo, ya lo había perdido todo.
Silence does
«Distance doesn’t separate people. Silence does». Esa era ls cita que su red socual le recordaba haber publicado hacía justo un año. Qué casualidad.
Silencio era lo único que había, lo unico que iba a quedar. Pero esta vez, por ambos lados.