Salvo un rato en el gimnasio, había pasado todo el día solo, esperando inútilmente una llamada que sabía que no iba a llegar. Y mientras esperaba, se imaginaba un millón de versiones diferentes de la conversación: algunas airadas y llenas de reproches, otras tristes y llenas de lágrimas, pero todas con el mismo final, aquel en el que un corazón roto alcanzaba su mínimo de supervivencia.
A punto de meterse en la cama y negándose la opción de escribir para dejar de pensar de una vez, vibró su móvil, y contuvo la respiración al ver Su nombre en la notificación. Aunque habría matado por un simple mensaje Suyo, no tenía nada que ver con él, era un aviso de que Ella había publicado una foto. Estaba absolutamente preciosa, radiante y atractiva como solo Ella podía estarlo, sosteniendo una copa en actitud de brindis. Y él sintió como la última brizna de esperanza que le quedaba era aplastada por aquella foto.
Se derrumbó completamente sobre el colchón. Dudó sobre reaccionar a la foto o no, al final optó por presionar el icono del «me gusta». Pero mientras lo hacía, tomó una decisión: le quedaban dos días antes de irse a su viaje al norte con su hija, y era el plazo que se iba a permitir para una llamada, o un cruce de mensajes, o una despedida al menos para que aquello acabase de una forma medio civilizada. Porque ya no podía seguir así, ya no podía sufrir más, tenía que romper aquel vínculo extraño y doloroso al que se había aferrado durante veinte años.
Si todo tenía que terminar, ojalá que fuese con una conversación que les otorgase a ambos un mínimo de entendimiento y la posibilidad de despedirse sin pesos en el corazón. Porque si el amor de su vida acababa por las malas, con un portazo lleno de resentimiento, la herida que le iba a dejar permanecería abierta hasta el fin de sus días.