Ante la duda, había optado por dejar correr los días. Continuaba sin saber si sentirse culpable, esperanzado, enfadado o desdeñoso después de lo del último fin de semana. Así que decidió que lo mejor era dejarse sepultar por la montaña de exámenes por corregir, las actas por rellenar, los temas por estudiar, las unidades didácticas por diseñar o los entrenamientos a los que sobrevivir, porque así no tenía ni tiempo ni energías para seguir dando vueltas a algo ilógico y casi inexplicable.
Pero había otro motivo, uno mucho más visceral y primario para empeñarse en vivir como un autómata, esforzándose por bloquear cualquier atisbo de sentimiento: no quería ni pensar en que aquel plan alternativo que él le había propuesto para verse se fuera al traste y quedarse en nada, como tenía toda la pinta de ocurrir después de que el atisbo de llama se enfriase tras otra semana de silencio. Porque, a aquellas alturas, dudaba de tener fuerzas para enfrentarse a otra decepción más, a volver a hacerse ilusiones y cambiar todos los planes para nada, a pasarse un día parado en medio de la fiesta y la celebración buscando en su móvil un mensaje que nunca iba a llegar.
Hasta el «sparring» más profesional sabía cuándo el aluvión de golpes era demasiado grande como para no tirar la toalla.