Había sido otra gran decepción, la tercera en una semana y, quizás, la más dura. Las dos anteriores habían sido por motivos externos, pero esta vez había sido Ella. La misma Ella que propuso que se vieran, la misma Ella que ardía en deseos de estar con él apenas cuarenta y ocho horas antes.
Y aunque su intuición era más certera cada día y la ausencia de mensajes o contacto en aquellas mismas cuarenta y ocho horas ya constituía un indicio claro, él había preferido creer; incluso después de una respuesta de Ella tan ambigua que casi dejaba de serlo, él había preferido creer: se había escaqueado del trabajo para prepararlo todo, había hecho malabarismos con su tiempo y sus obligaciones, incluso se había hecho polvo la cara con un afeitado a destiempo que le pasaría factura en los siguientes días, porque había preferido creer. Pero creyó mal.
Era consciente de la situación; era consciente de que, oficialmente, entre ellos ya no había nada; era consciente de lo que le había prometido a Ella y del papel que había asumido; era consciente del precio a pagar; y era consciente de que seguía amándola por encima de sus posibilidades. Pero también era consciente de que no podía respirar con nudos en la garganta, de que aquello les afectaba a los dos, no sólo a Ella, y de que un amor incondicional no podía justificarlo todo.
Así que, tratando de no naufragar en la tristeza de una tarde vacía, empezó a ser consciente también de que los malabarismos sólo servían de algo si había público para verlos, y su público hacía algún tiempo que había dejado las gradas vacías.