Y, de repente, Ella le propuso encontrarse de nuevo en su casa al día siguiente, convirtiendo otro domingo de mierda en la promesa de tocar el cielo de nuevo. Al principio él entró en modo pánico, tenía la tarde del lunes muy ocupada, pero entre la hora que Ella había propuesto y su capacidad de anular o modificar planes y compromisos lo cuadró todo en un periquete, aunque Ella lo hubiera dejado un poco en el aire.
Al día siguiente aguantó todo lo que pudo sin escribirle, tenía terror a gafarlo: hacía más de un mes que no se encontraban y aquella propuesta había sido un regalo maravilloso e inesperado, así que quiso cuidar cada detalle y, sobre todo, propiciar que Ella se sintiera lo más cómoda y relajada que pudiera, dadas las circunstancias. Pero ya desde por la noche tenía la sensación de que se iba a estropear, llegando a perder incluso el sueño por ello.
Al día siguiente la sensación era aún más acentuada, pero tan mezclada con los nervios y la emoción de poder estrecharla de nuevo entre sus brazos que al final casi se anulaban mutuamente. Y, contra todo pronóstico, se sentía tranquilo y calmado.
Pero a medida que llegaba la hora señalada, su castillo en el aire empezaba a derrumbarse. Cuando al final, tras un amago de plan a la desesperada, decidieron que no les quedaba tiempo suficiente para el riesgo que Ella corría, llegó la decepción. No muy grande, la verdad, porque le daba igual que hubiera sido por un operario negligente o por un arrepentimiento en el último instante, al final se había cumplido su presentimiento. Casi le había dolido más que Ella no hubiera contestado a sus últimos mensajes, bromeando y proponiendo nuevas fechas. Pero tampoco demasiado.
Lo único que le importaba, con lo que se quedaba al final, es que Ella quería seguir viéndole, quería continuar fundiéndose con él. Y llegaría el momento, estaba seguro. Ojalá Ella hiciera saltar Su banca de una vez por todas para apostar por él definitivamente, pero por ahora se conformaba con vela entrar pronto por la puerta de su casa de nuevo.