Había sido apenas una hora y un par de cervezas, pero le había merecido la pena escaparse del trabajo para estar con Ella, porque no sólo si humor y su ánimo, incluso su dolencia física había mejorado estando a Su lado. Se habían puesto al día, habían reído, incluso se habían tomado de la mano disimuladamente por debajo de la mesa. Y se habían mirado: se habían mirado de aquella forma en que solo ellos se miraban, de aquella manera en que se decían tantas cosas sin pronunciar una sola palabra, de aquel modo en que casi se hacía visible el famoso hilo rojo.
No podía evitar contemplarla al hablar y quedarse tan maravillado que hasta dejaba de escucharla y perdía la conversación; no podía evitar la sensación de que le faltaba el aire, de que le constaba respirar al separarse de Ella; no podía evitar el tapón que se formaba en su garganta con el millón de cosas que le diría de poder hacerlo; no podía evitar tener la certeza de que cambiaría los verbos en condicional de ese millón de cosas por verbos en presente y futuro en el momento que Ella quisiera.