El momento había llegado, ya lo sabía desde el fin de semana: era la despedida. Ella no le besó al entrar, cuando en el resto de ocasiones Se había lanzado contra sus labios sin dejarle ni cerrar la puerta. Estaba sería y nerviosa, no le miraba directamente, y se sentó en el sofá con la vista en el suelo. Él decidió ponérselo fácil, y le dio pie para que iniciara la conversación de la ruptura.
Ella no dio apenas motivos, tampoco eran necesarios, y él decidió ponérselo aún más fácil y cambiar el discurso apasionado sobre el amor entre ellos por una sonrisa triste y la mentira piadosa de que sería capaz de sobreponerse, a lo que Ella ya ni siquiera logró contestar. Él bromeó con que se merecían una despedida a lo grande, y trató de acurrucarse en su cuello una vez más.
Se besaron con cuidadosa ternura, se abrazaron, se volvieron a abrazar. Pero de pronto Ella se apretó contra él, él la sentó encima de sus piernas, y se encendieron como dos meteoritos. Terminaron amándose como salvajes, con más furia y más ahínco que nunca antes, sin poder dejar de acometerse ni de gritar ni de devorarse ni de fundirse hasta que ya no pudieron más, hasta haber hecho explotar cada átomo del cuerpo del otro. Como nunca antes habían logrado sentirlo con nadie más.
Apuraron hasta el último minuto que tuvieron para estar juntos, mirándose y besándose, acariciándose con las yemas de los dedos, gozando del leve roce de sus pieles hechas a la medida de sus manos. Y él contemplaba aquella mirada entrecerrada, aquella sonrisa suave y evocadora, aquel cuerpo esculpido como una obra de arte, y se sentía embelesado y extasiado ante semejante chispazo de felicidad. Pero, al mismo tiempo, escuchaba como su corazón se iba estallando y agrietado como el hielo al empezar a deshacerse mientras pensaba en que era la última vez, en que ya nunca volvería a admirarla como en aquel momento. No sabía cómo estaba logrando ocultar aquel desgarro, aquella angustia insoportable tras una sonrisa segura y un aluvión de bromas, tratando de que la melodía de Su risa tapase el rumor sordo de la congoja que empezaba a inundar sus oídos.
Al final se vistieron, charlaron y se rieron como si no pasase nada, y se separaron: rápido y sin dramas, lo más indoloro posible. Fue Ella quien le mandó una canción qué el no pudo escuchar ni identificar apenas unos minutos después, canción que él tendría que «desmentir» a la nueva luz de los acontecimientos. Cruzaron mensajes de amor, de deseo y de la añoranza que estaba por venir, y él le pidió que lo dejaran por aquella tarde, porque todo se le había vuelto negro ya, y no quería caer en la desesperación de rogarle que no le dejara. Él había asumido su precio, y era el momento de empezar a pagar, aunque supiera que perdería hasta la misma vida.
Y así fue la ruptura más dulce y desoladora que nunca iba a sufrir, en la que la mujer de su vida le había demostrado que estaban hechos el uno para el otro, que el puto hilo rojo los conectaba de verdad, que el cielo se podía tocar con las manos. Y sin embargo allí estaba, con la crisma rota después de haberse estrellado contra el suelo.